Soberbia

El silencio suele ser la mejor manera que existe de decir cosas inteligentes. La profundidad del amor y la dignidad del desamor residen en todo aquello que deja de pronunciarse. Como expresó Eduardo Galeano tras la muerte de Mario Benedetti, el desconsuelo no puede traducirse en palabras: «El dolor se dice callando». Pero si existe una pulsión humana en la que el silencio se vuelve esencialmente pertinente es la de la autocrítica. Talentos como la inteligencia, la belleza o la simpatía pueden traducirse en admiración cuando van de la mano de la humildad, pero provocan el más absoluto rechazo si la soberbia se convierte en su altavoz. Pocos defectos pueden alejarme tanto de una persona como la prepotencia. El egotismo exhacerbado en cualquier ámbito de la vida (trabajo, deporte, seducción,...) es solo comprensible en inteligencias emocionales muy frágiles o carentes de empatía. Ser un ‘ñato’ y creerse Steve Mcqueen no es un reflejo de autoestima, sino más bien una proyección grotesca de inseguridades. Confundir amor propio con arrogancia y aplaudirse las virtudes es de auténticos ‘pastenacas’. Es una carencia comprensible si uno no puede aspirar a más que a convertirse en una versión provinciana de Cristiano Ronaldo o en un estéril intelectual, pero resulta inasumible en alguien que podría ser admirado.

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