''Tengo alquitranicia''

UNO DE LOS mejores días de tu vida es cuando te rompes un brazo a los diez años, como si fuese un lápiz Staedtler, y el universo se detiene. Tú no paras de describir a tus amigos ese «crack» que oíste al caer. Sonó como a «gol de Hugo Sánchez». Con el brazo escayolado, el mundo se rinde a tus pies, y por primera vez lo observas con arrogancia, como si te perteneciese. No volverás a vivir una etapa así de radiante. Incluso las desgracias te dan la felicidad. Algunas noches, bebiendo solo en casa, me acuerdo de aquella tarde de abril -aunque seguro que no era abril- en la que pisé un clavo oxidado y sentí que un relámpago me atravesaba los nervios gritando «¡apartaos, hostia!». Lloré de dolor y júbilo. Fue hermoso.

El agujero que dejó el clavo en la suela del zapato se convirtió en el juguete más feliz de mi juventud, después del scalextric. Lo miraba deslumbrado, como si a través de él, en un instante gigantesco, viese los «millones de actos deleitables y atroces» que forman el «inconcebible universo». Pero ningún agujero igualaba la efervescencia de un brazo roto. Era el traumatismo perfecto. No te impedía jugar al fútbol de portero, pero sí hacer un examen. La escayola irradiaba poder, y a su paso férreo y blanco la ciudad volvía la cabeza. Lentamente se iba llenando de suciedad y garabatos. Mejor. Nada como el instante en que Silvia Tortosa, de 5º B, borroneaba su nombre y tú hurgabas en él en busca de un indicio de que te amaba. La escayola era tu patria. Nunca más volviste a sentir el calor del nacionalismo como entonces. Ojalá el hueso no soldase jamás, rezabas. A veces creo que a la vida solo hay que pedirle un balón, recreo y una fractura de brazo, para cuando suene el timbre.

Las pequeñas penas proporcionan compañía. Te calientan los pies. En ‘Léxico familiar’ Natalia Ginzburg relata cómo su madre se queja de un extraño padecimiento, más sentimental que físico. «Tengo alquitranicia», dice. Se trata de una mezcla de melancolía, sensación de soledad y vago malestar de estómago. Bajo ese estado, una tarde la señora exclama: «¡Me aburro! ¡No me divierto! ¡No hay nada peor que aburrirse! ¡Si al menos tuviera una enfermedad bonita!».

Pero la infancia muere, y un día descubres que hasta la felicidad es horrible. El domingo fui a visitar a mis padres, sin ir más lejos. Antes de regresar, mi madre se empeñó en cortar unas flores para el salón de mi casa. «Creo que no tengo donde meterlas», alegué con un interés gélido. «En un florero», me explicó casi remitiéndose al diccionario. Un florero, o un jarrón, o un vasija, eran la clase de objetos que no atesoraba en casa. «Tendrá que ser en la jarra del agua», convine, remitiéndome a mis penurias. Pero cuando ya llegaba a Ourense, reparé en una hormiga que salía de las flores, y poco a poco alcanzaba la guantera del coche. De pronto, me puse en el lugar de la hormiga y me sentí apesadumbrado. Apartada de su hogar, nunca más volvería a ver a su familia, ni a sus amigos, ni dormiría en su habitación. Era posible que ni siquiera encontrase la salida del automóvil y se viese abocada a morir de hambre -si la tristeza no la mataba antes- en aquel habitáculo. En otro momento, es decir en la infancia, habría atrapado la hormiga y, con gran esparcimiento, sin parar de reír, le habría arrancado las patitas. Ahora, en cambio, lloraba como si la hormiga y yo fuésemos primos.

En la infancia cualquier horror se volvía agradable. Cualquiera. Incluso los entierros. Cando jugábamos al fútbol en la calle nos gustaba suspender el juego para ver pasar los coches fúnebres. No se trataba de respeto, sino de husmear. Qué maravilla. Nos fascinaba cómo el vehículo se detenía al lado de la iglesia y extraían el ataúd para cargarlo a hombros, como a un héroe. Recuerdo que cuando falleció Julio Ramón Ribeyro sus amigos pusieron sobre su féretro una cajetilla de tabaco y un tinto de Saint-Emilion que él había encargado de Francia para despedirse de la vida. Un entierro también podía ser un célebre acontecimiento. En mi casa se cita a menudo el funeral de Maldonado. Era un hombre alto, guapo, saladísimo. Tenía tronío. Pero murió. Cuando la comitiva alcanzó el cementerio, alguien advirtió que el ataúd no cabría en el nicho. «¿Y qué hacemos ahora?», preguntó el sacerdote. Los familiares estaban tan compungidos que se encogieron de hombros. En realidad, les daba igual. Entonces, emergió la figura grandiosa del sacristán, que se ofreció a mediar en el contratiempo. Pidió quedarse a solas con el féretro, y cuando se vació el cementerio, sacó un hacha. Primero acortó el ataúd y al acabar tronzó las piernas de Maldonado por las rodillas. Qué risas, macho.

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