Tocar de oídas

Nunca le hago ascos a una historia de curas. La incredulidad que te produce te dejan al final de la boca el regusto amargo y sucio de la verdad. Incluso cuando no son ciertas, resultan verídicas. Bien lo decía John Ford al señalar que en sus películas «todo es ficción, pero todo es verdad». Mis relatos preferidos sobre el sacerdocio remiten al sexo, habitualmente. Tal vez porque estudié en un colegio de frailes. Nunca me metieron mano -salvo dos o tres hostias que me dio el director, merecidísimas-, pero mantengo congelado el recuerdo de las primeras pajas en forma de los días azules de la infancia de Machado. Cuando el padre Camilo apagaba las luces del dormitorio, y cerraba la puerta, los internos aclarábamos las voces, por así decir, y en silencio y lentamente arrancaba la sinfonía. Se tocaba de oídas, aunque sonaba a Berlioz. Era como una misa de gestos, molestada apenas por el silbido de los muelles y las manos tejiendo igual que violines.

Fuera de esta anécdota de corazones solitarios, me persigue desde hace años un sobrecogedor relato oral de Celso Sanmartín. Yo uso «sobrecogedor» para todo, en especial si no es sobrecogedor. Me gusta exagerar. En según qué casos, es el único modo de aproximarse a la verdad con algo de rigor. En todo caso, la historia de Sanmartín es sobrecogedora. Arranca en una aldea de Lugo. Su sacerdote pasaba de los 50 años. Pongamos que además era un hombre simpático, bien gordo, de ojos grandes, levemente calvo. Esto no recuerdo habérselo oído a Sanmartín; quizá no quiso entrar en detalles para no aburrir. Un mañana empezó a encontrarse mal. Al principio lo atribuyó a una indigestión. En Galicia, sobre la salud rige el derecho a la presunción de inocencia, de manera que cualquier malestar tiene su origen, de entrada, en una comida opípara.

El sacerdote buscó la salvación definitiva en el bicarbonato de frutas, que de tantos desastres lo había salvado in extremis. Inexplicablemente, esta vez no hubo milagro. A la desesperada, trató todavía de rezar. Pero eso tampoco surtió efecto. Ya lo había advertido Francis Galton, antropólogo, geógrafo, explorador, inventor, primo segundo de Charles Darwin y devoto de las estadísticas. Lo cuantificaba todo. Incluso llegó a trabajar en un índice del aburrimiento aplicado a los actos públicos y basado en los movimientos de impaciencia. Pero su estudio más célebre fue una investigación estadística sobre la eficacia de la oración. Para ello calculó la esperanza de vida de las personas distribuidas entre profesiones y así medir la eficacia de las plegarias. Mientras los médicos vivían un promedio de edad de 67,04 años, los abogados lo tenían de 66,1, y los clérigos de 66,42. Conclusión: sus plegarias era inútiles.

Si al menos, en lugar de indigestión, hubiese sido una vulgar resaca, habría habido esperanza. Existen fórmulas infalibles para sortearla. Esto no lo desgranó Celso Sanmartín, que después de todo hay unas pocas cosas que ignora. Pero lo detalla Kingsley Amis, quien en virtud de sus conocimientos prácticos sobre el alcohol y las borracheras, atesoraba también secretos valiosísimos sobre la resaca. En ‘Sobrebeber’ explica que «hay dos soluciones que no fallan: media hora a bordo de una avioneta abierta y bajar a la mina de carbón con el primer turno». Si no puedes permitirte ni un lujo ni el otro, te recomienda que «si tu esposa o compañera ocasional está a tu lado cuando te despiertas, y se muestra complaciente, ejecuta el acto sexual con todo el vigor del que seas capaz. El ejercicio te sentará bien».

A la tarde, el dolor del sacerdote lo acorraló en la cama, donde insistió en rezar, obcecadamente. Cuando el sufrimiento se volvió inhumano, al fin consintió que lo condujeran a Lugo, donde ingresó casi inconsciente en el hospital. Le salvaron la vida en el último segundo, poco menos. La mañana, sin embargo, iba a deparar una gélida sorpresa, además del hecho imprevisto de continuar con vida. Cuando recuperó el sentido y abrió los ojos, vio a un recién nacido a su lado. La madre había fallecido en el parto, y las monjas lo dejaron junto al sacerdote. Tal vez a causa de la medicación, este creyó que durante su inconsciencia había dado a luz, y aceptó criar al niño, que en el futuro disfrutó de buena salud y nunca tuvo que escuchar palabrotas en la casa. Y un día, llegó la hora de revelarle la verdad. Al calor de la chimenea de la rectoral, el cura le dijo que deseaba explicarle algo sobre su origen. El chaval, que no era tonto, exhibió esa sapiencia infinita que atesoras cuando eres un pequeño adolescente, y replicó: «Boh, ya sé que no eres mi padre». El cura asintió en silencio. «Es cierto -añadió-. En realidad yo soy tu madre. Tu padre es el obispo de Mondoñedo».

El sacerdote buscó la salvación definitiva en el bicarbonato de frutas.

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