Un peñazo

Si Patrick Süskind hubiese ubicado las sádicas y perfumadas peripecias de Jean Baptiste Grenouille en las fiestas de ‘peñas’, el prota de El Perfume sí que las hubiese pasado realmente putas. Hasta las calles de Bangkok parecen más pulcras que el centro de París al lado de la medieval exhibición de vomiteras, secrecciones intestinas, aguas fecales y hedor a vinagre que carcomen las piedras de la zona vieja de Pontevedra como ácido. Dejando a un lado que sea antitaurino por sentido común, ética o pura empatía (esto es: dejen ya de joder aplaudiendo la tortura de un animal hasta la muerte, por favor, que después le dicen al niño que no lance piedras a los patos de Las Palmeras), y aunque siempre he disfrutado mucho de las celebraciones en las que hacemos alarde de lo decadente, detesto la ‘porcallada’, la guarrería por la guarrería, lo ‘torrentino’. Hay quien sale de ‘peñas’ con la esperanza de que la proliferación de comas etílicos le permita ‘mojar’ con su pistolita. No hay nada más apasionado y heroico que besar sobre tropezón de patata del Burger King. La fiesta patria no es más que una orgía de suciedad y pestilencia (a una de otro tipo me apuntaría encantado), un atentado contra la líbido y una agresión injustificada a las fosas nasales. Las ‘peñas’ son una exaltación de la cultura ‘cani’, lo tujo y lo primate. Y alguno tiene hasta los ‘machos’ de salir a la calle en chancletas.

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