Un vecino de Caldas de Reis describe la época del terror en Euskadi en 'La hija del txakurra'

José Alfonso Romero narra su experiencia como guardia civil en un libro tan descarnado como emocionante en el que realiza una radiografía del terrorismo y la deshumanización en Euskadi
José Alfonso Romero, con un ejemplar de su libro
photo_camera José Alfonso Romero, con un ejemplar de su libro

"Y no es cobardía, no señor, es miedo, simplemente miedo, porque mientras ellos están siempre en grupo, nosotros, sin embargo, en cuanto dejamos la manifestación estamos solos, terriblemente solos, y en esa soledad nos volvemos frágiles". Esta reflexión figura en un libro titulado ‘La hija del txakurra’ (Editamás editorial), escrito por José Alfonso Romero P. Seguín, un vecino de Caldas de Reis que vivió los peores tiempos del terror en Euskadi, entre 1979 y 1983, bajo la piel verde del uniforme.

Pasados los años en los que la frase ‘algo habrá hecho’ justificaba cualquier crimen, aquel territorio seguía siendo hostil para los agentes de la Guardia Civil. "Y no es que sean más valientes que nosotros, es que son más fanáticos, es que viven y piensan para la causa, es que no dan tregua", argumenta.

Además, marcaban su rumbo con una sola idea: "ellos matan". Y frente a la bestial determinación de los pistoleros, para cientos de jóvenes procedentes de la España pobre, el cuartel de Intxaurrondo era una especie de "campo de concentración", recuerda.

"Eran hombres o eran solo hojarasca que arrastraba el viento, no lo sé; sé, eso sí, que eran un murmullo continuo de voces quejumbrosas, como lo son los recuerdos y ausencias que contrarían la voluntad, agrian el talante y afligen, a menudo, el ánimo de los hombres", describe José Romero.

En aquel lugar se escenificaba a diario una sangrienta paradoja, porque "una sociedad a la que tu, sobre el papel, debes proteger, socorrer y servir", pedía a gritos en la calle que se marchasen de allí, "que te lleven, que te vayas o que te maten", apunta.

Eran perros, ‘txakurras’. Y ante la determinación implacable de los terroristas, quienes se jugaban la vida diario se venían obligados a salir a la calle sabiendo que eran poco más que un número.

Cada día, cuando la puerta de la vivienda se cerraba, escaleras abajo sonaban los pasos de un guardia, habitualmente joven y con el objetivo de formar una familia y la ilusión de poner en marcha un proyecto de vida.

Comenzaba la cuenta atrás de la larga angustia, que tantas veces concluyó como un grito de desesperación cuando el timbre de la puerta emitía un sonido "largo y penetrante, como un chorro de agua fría", describe el autor.

Llegaba entonces el momento de escoltar a unos compañeros, de convertirse en su guardián en las frías estancias de los hospitales, "muertos, lavados y aseados por unas enfermeras con un coraje a prueba de balas".

LA PENA Y LA PISTOLA. "Allí, atado a la pena y a la pistola como único elemento de ternura en el paisaje solitario de tu ánimo, y con la absurda misión de proteger a quien ya está tan desprotegido como extraviado por los senderos del fuego y sombras que trenzó el plomo en él sus fúnebres designios", describe.

Tras el fogonazo llegaba el duelo y la misión de cubrir una ausencia, imposible muchas veces. Desde la óptica de quien vivió muy de cerca esta terrible experiencia, plantea que mientras unos padres "aunque no lo comprenden, tratan de perdonar", no sucede lo mismo con una esposa o unos hijos "que esperan más de ti que eso en que te conviertes cuando te matan".

Con la visión de jirones de carne cubiertos de ropa chamuscada José Romero expresa su asombro ante la deshumanización de quienes crecieron en un entorno en el que no estuvo ausente el cariño. "De un lobo se espera una carnicería, es lo suyo, pero de un hombre criado en regazo, a golpe de leche y puchero y adiestrado en pupitre, se espera otra cosa", manifiesta.

Y mientras una parte de la sociedad vasca convierte en héroes a quienes asesinan en nombre de una patria, los guardias son poco más que "hombres utensilio", lamenta. "Uno más en aquel mundo jerarquizado y disciplinado para un fin tan cruel como era el de la profunda y continuada desatención y humillación a que en su nombre (la bandera) éramos sometidos", denuncia.

El autor de ‘La hija del txakurra’ sostiene que entonces, en Euskadi "un hombre uniformado se convierte, al margen de su voluntad, en un emblema, y es por ello honrado", planteamiento que considera "demencial a todas luces".

RUEDAS GASTADAS. Frente al respaldo social a una máquina de matar llamada Eta, en los cuarteles se imponía el sálvese quien pueda. "Nuestros jefes solo tienen cojones para jodernos, nunca he visto a ninguno dando la cara por nosotros", escribe quien sabe de vehículos con las ruedas gastadas y sin blindar, en los que patrullaron, y de metralletas inservibles porque sus cargadores estaban deteriorados.

En las páginas queda descrito el asesinato de un guardia retirado que trababa de salir adelante con un bar, de un joven agente tiroteado en un Renault-5 cuando acompañaba a su novia, recién llegada de Cádiz, y de otro que encontró la muerte cuando colaboraba en la organización de una prueba ciclista. "Todo muerto tenía su correspondiente relevo, en el mismo puesto y al mismo coste", precisa José Romero.

En la larga lista de víctimas también figuran los hijos de los guardias, que eran transportados hasta el colegio en un autobús escoltado por un guardia con una metralleta y decían a sus compañeros que sus padres trabajaban en Telefónica para evitar su marginación, y la de un chaval que apuntaba maneras de futuro futbolista y pateó un objeto redondo que había sido colocado debajo de un Seat 124. Un explosivo con destinatario equivocado.

A todos los enterraron abajo, en sus pueblos. "Antes creíamos que éramos de este", expone decepcionado. En aquella vorágine, José Romero pudo entrever que "se les está acabando el tiempo", porque las víctimas se rebelaron contra la resignación y "ya son muchos los que se atreven a mirarlos a los ojos y contarlos".

Mil muertos después, quienes justificaron el terrorismo se resisten a condenarlo y la herida en Euskadi está abierta. No se escuchan disparos ni explosiones, pero bajo el silencio sigue larvado el odio. A modo de conclusión, el autor de ‘La hija del txakurra’ utiliza una frase pronunciada por un judío víctima del holocausto nazi: "Jamás nos perdonarán lo que nos han hecho".

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