Unos pasos de claqué

El artista mexicano Miguel Covarrubias sabía que las islas sólo se descubren cuando se pierden las cartas de navegación o se chapotea en la bañera de casa. Guiado por una curiosidad insaciable, fue capaz de elevar la caricatura a la altura de un pedestal

La veo siempre a primera hora de la mañana, mientras sorteo el tráfico para llegar a clase. Con misteriosa puntualidad coincidimos a la misma altura de la misma calle. Ella viene bajando por la acera y yo subo conduciendo en sentido contrario. No puedo evitar observarla en ese instante fugaz en que nos cruzamos, pero ella apenas desvía su mirada para registrar la mía: camina con el estoicismo de quien obedece un manual de instrucciones. Ni siquiera el viento gélido parece capaz de infundirle algún asomo de inquietud, alguna tentación que pudiese desviarla del cumplimiento de una misión que, fantasías aparte, me temo que no es otra que la de ir a trabajar. Su rostro es un compendio imposible de rasgos africanos y asiáticos entrelazados en una feliz armonía: un vuelo de vainilla. Siempre lleva el pelo recogido, acentuando así la línea limpia y redondeada de una frente que anuncia el diseño almendrado de sus ojos. Su belleza exótica, prístina y sin aditamentos, contrasta con la deturpada urdimbre arquitectónica de la ciudad, especialmente grotesca y sombría en la zona en que nuestras vidas interaccionan por casualidad. Al verla imagino que es una silueta sin mácula recortada de la selva y pegada en nuestro triste escenario de hormigón. Su presencia no casa con la urgencia de la urbe, no consigue camuflarse en un paisaje que no es el suyo, contraviniendo así el decorum, ese principio de la retórica que intenta adecuar fondo y forma, estilo y contenido. Durante el ínterin automovilístico juego a inventarle ocupaciones, origen y una personalidad acorde con su expresión, a un tiempo humilde, resignada y desafiante. Es su humildad la de un pajarillo capaz de morir antes de pedir un alpiste inmerecido, su resignación —su asunción de la derrota— la de Cartola cantando ‘As rosas não falam’, y su desafío el de una pantera acorralada.

Mi joven misteriosa atesora la pureza de algunos retratos del mexicano Miguel Covarrubias, quien siendo un niño ya soñaba con aprehender la vida dibujando. Antes de haber visto un mapamundi en condiciones fantaseaba con patearse los Apeninos, que son el lomo del libro italiano cuando se abre de par en par para tomar el sol. Por desconocimiento los llamaba los ‘Alpeninos’, creyendo que eran una versión para niños, una versión de bolsillo, de sus parientes los Alpes. Lejos de esas cumbres, en la cafetería del conservatorio, escucho a un alumno canturreando la melodía de ‘Stompin’ at the Savoy’. El cielo parece por un momento bruñir con una gamuza sus zapatos de charol e iniciar unos tímidos pasos de claqué, pero la melodía se pierde en los vapores del café y en el turno de otras partituras. En 1923, diez años antes de que fuese compuesta esa oda al club Savoy de Harlem, desembarcaba Miguel Covarrubias en Nueva York a sus diecinueve primaveras. Arropado por lo más granado de la sociedad neoyorkina, el Chamaco —apodo que le cayó en gracia— se entretenía huyendo de esos brazos protectores para refugiarse en las antípodas de aquella sociedad acomodada: Harlem. Allí sería testigo, lápiz en mano, del florecimiento del jazz. Desconozco cuál fue su relación con los músicos de aquel jardín efervescente de ritmos sincopados, pero sus dibujos popularizaron la imagen de aquellas jam sessions para darles un valor universal, desgraciadamente convertido en estereotipo. Desde entonces la sangre del jazz ha regado mil campos, aunque todavía hoy tenga que mendigar atención. Covarrubias abandonó los Estados Unidos y se dedicó a cumplir su sueño de recorrer mundo, retratar al ser humano y estudiar sus manifestaciones artísticas.

Mis zapatos no brillan como los de los bailarines de claqué, aunque tampoco están tan sucios como los del artista que, "sambando na lama de sapato branco", emula en clave brasileira el baile de Gene Kelly bajo la lluvia. Quizá sea esa actitud, que tan bien describe Chico Buarque en su ‘Cantando no Toró’, la que debería exigirme. No tengo miedo a que mis zapatos blancos se ensucien en el barro, pero mis pies me piden ahora otra cosa. Me piden esconderme en Friburgo, donde huele a libro y a pan, donde puedo hablar con el bosque sin intromisiones y donde, tras regresar al centro de la ciudad, quizá alguien repare en mi presencia y, por desentonar con el cuadro, por ser yo también una pieza que contravenga el decorum, me aprecie.

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