Nothomb, varada en la adolescencia

La obsesión con la infancia y con la juventud. Habitar ese horno en el que se cuecen los panes de mañana y de pasado mañana, mira tú qué novedad. ¿Hay un tiempo más concurrido para un escritor que ese? ¿No hay decenas, cientos, que se pasean arriba y abajo por la adolescencia, como si hubieran elegido esa cárcel? Y, sin embargo, ¿cuántos hay que la cuentan mejor, que saben que es dolorosa, absurda y graciosa, todo a la vez?

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HAY comportamientos de los artistas obsesivos, que son casi todos los que merecen ese sustantivo, que debiéramos agradecer. Es su persistencia la que nos trae alimento de forma periódica, sabemos cuándo vamos a comer. Produce más ansiedad que te guste Carrère, por ejemplo, a quién sabe Dios por dónde le llevará su cabeza y que no para de confesar en las entrevistas lo mucho que sufre para escribir ahora, lo poco claro que tiene por dónde tirar, que que te guste Amélie Nothomb, que publica anualmente una novela.

Además del de la perseverancia, Nothomb tiene el don de la coherencia. Se hizo famosa a finales de los 90 con Estupor y temblores, una novela en la que contaba el horror del mundo corporativo japonés, y fue entonces cuando perfiló un personaje público del que sigue sin apearse décadas después. Ha repetido sus claves en decenas de entrevistas. Es el suyo un esbozo tan dedicado y constante, tan minucioso, que hasta el fan más desabrido, el más desidioso, tiene de ella unas cuantas cosas claras. Veamos.

Amélie Nothomb nació en Kobe (Japón) en 1967. Es de familia aristocrática y, para su espanto, su abuelo fue de extrema derecha, por lo que su apellido le pesó como una losa cuando empezó la universidad. El trabajo de su padre, diplomático de carrera, hizo que pasara su infancia y adolescencia en distintos países asiáticos, de China a Bangladés. Sufrió de anorexia, adora el champán y goza de una mente fantástica y perversa. Tiene un aire a Helena Bonham Carter y le encanta usar su propia imagen, si no no se explica por qué aparece sistemáticamente en la portada de sus libros; a veces, maravillosa; otras, con cara de gran susto.

En su más reciente entrevista en español, realizada por Enric González para El Mundo, mostraba su extrañeza por el hecho de que en una frutería le hubieran ofrecido recientemente unas manzanas pasadísimas solo porque, durante la promoción de su primer libro hace 25 años, ella hubiese dicho que le gustaba la fruta y la verdura tan madura que podía considerarse ya podrida. Le sorprendía esa notoriedad, el hecho de que el vendedor se acordase de algo dicho hace tanto.

Pero miente. La escena no es fruto de la memoria prodigiosa del frutero y ese detalle no es algo que ella contó hace 25 años. O no solo entonces. Si se ha tenido un mínimo interés en Nothomb es difícil sustraerse de esa pasión por la maduración extrema de la fruta porque ha sido uno de los mil clavos con los que ha apuntalado una y otra vez ese personaje público, contándolo entrevista tras entrevista.

En realidad, Fabienne Claire Nothomb nació en Bruselas en 1966 y desde mediados de los noventa ha ido retratándose en la prensa y en su obra, esa que, según ha contado tantas veces y quién sabe si es verdad, ejecuta a diario, de cuatro a ocho de la mañana, siempre en ayunas, con un termo de té bien cargado. Es una necesidad, la de escribir, aire para vivir. Un domingo no lo hizo y lo recuerda como «el peor día» de su vida. Un solo domingo.

El personaje que transita entre entrevistas y novelas tiene sus inquietudes recurrentes, elementos que comparten Amélie y Fabienne, que están en todo lo que toca. Una es su controvertida relación con la comida. En Metafísica de los tubos nos enteramos de que fue un bebé abúlico hasta que probó el chocolate; en Anatomía del hambre, del machacón pensar de una anoréxica; en sus entrevistas, de sus manías alimenticias, aunque luego las desmienta y, en todos sus libros, de qué le parece la delgadez (bien) y la obesidad (mal).

Otra es su pasión por la tragedia griega, hacia la que se desliza a la mínina. Tiene fijación por hacer del nudo central de sus libros el enfrentamiento de su protagonista a otra persona o a una situación impuesta y los dilemas morales, intelectuales y sociales que eso le plantean. Pero sin duda, la más evidente de sus obsesiones, y seguramente la que logra reflejar con mayor precisión y delicadeza, sea la de las angustias de la infancia y la juventud, de todo ese tránsito a la vida adulta que es, para tantos, la verdadera patria.

Nothomb cree que «uno nunca se recupera de su adolescencia». Desde luego, ella no. Se ve en sus libros autobiográficos, en los que no se consideran tales aún siéndolo, en sus entrevistas, en novelas como la última, El crimen del conde Neville: dónde habita esta mujer si no. También en este libro —publicado como todos por Anagrama, a excepción de su debut, Higiene de un asesino (Circe, 1996)— hay un personaje abrumado ante una disyuntiva y una adolescente que sufre. El conde Neville está a punto de perder el castillo familiar porque le resulta del todo imposible conservarlo, demasiado caro. Anfitrión inigualable, se dispone a dar su última fiesta y recibe un augurio por parte de una pitonisa: durante la recepción, matará a alguien. Su hija menor, recién entrada en la adolescencia y claramente infeliz, le da serios quebraderos de cabeza.

Aunque pocos terrenos literarios hay más concurridos que el de la infancia, el resultado es muy desigual. Están los testimonios, las vueltas al pasado para justificar un comportamiento presente, están las vistas de pájaro que se olvidan al final del libro y luego están las infancias de Nothomb, densas y presentes, donde el sufrir se muestra con delicadeza y verdad, como si quien lo cuenta no hubiera abandonado del todo esa etapa o, por lo menos, la recordara muy bien. No lo que le pasó, que también, sino cómo se sentía, con los registros de entonces, con las percepciones de entonces, tal y como era, cuando lo más fácil es precisamente olvidar eso lo primero, cuando la persona que uno era ya no es.

Pero hay escritores así, que siguen teniéndolo fresco. Está Eugenides, el de las Vírgenes suicidas y también el de Middlesex; está Salinger, porque seguramente sea ese el motivo por el que se sigue leyendo El guardián entre el centeno; está la De Vigan de Nada se opone a la noche, y , desde luego, está la Nothomb de prácticamente toda su obra, poca se escapa a, al menos, una pincelada de lo que es ser niño o joven, pero como realmente se es cuando se tiene esa edad, no como se recuerda en la vida adulta o como se cree que está siendo la infancia de los hijos.

No es El conde de Neville la mejor novela de Nothomb pese a tener todos sus tics, ese paisaje esperado para sus fans: el debate moral, los diálogos inteligentes, el humor y la perversidad. Es un cuento breve, como muchos cuentos un tanto inverosímil y forzado, que seguramente no sea por donde haya que empezar a leer a la belga. Pero sí es buen recordatorio de su existencia, de su perseverancia y de su inteligencia, de lo mucho que hay de ella para escoger.

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