Váyase tranquilo, Camba

Cuando volvía a Vilanova de Arousa, a Julio Camba se le plantaban sus paisanos delante y le preguntaban: “¿Quién soy yo?”. No para que los sacase de la ignorancia, que era lo que el periodista creía (“tal vez puedan informaros en el Juzgado municipal”, contestaba), sino para poner a prueba su memoria. Si ésta le fallaba, lo tenían como a un hombre “terriblemente orgulloso”.

Vilanova, amansado tras las revueltas marisqueras y la silenciosa epidemia de la heroína de los ochenta, es hoy un pueblo tranquilo volcado al mar (las tertulias en el Casino las hacía Camba con salazoneros como Ricardo Llauger, Juan Pérez Lafuente, Ricardo González o Francisco Lafuente) en el que hay una estatua de un señor sentado mirando el horizonte, con un periódico a un lado y una maleta al otro. Camba, que sospechaba con cierta distancia british que los grandes hombres se creaban para dar trabajo a los escultores, tiene desde hace dos años frente a la ensenada de Esteiro, en el parque que lleva su nombre, una réplica de bronce.

Hizo bien el artista Lucas Míguez en esculpirlo de ese modo tan convencional; hubiera provocado entre la buena sociedad cierto escándalo cincelarlo tumbado al sol desnudo en una roca de la playa del Terrón, a la que se subía cuando estaba solo. Camba, como descubrió el periodista Benito Leiro, fue uno de los primeros nudistas de Vilanova de Arousa. Y cuando en cierta ocasión unos bromistas le robaron la ropa, el escritor tuvo que tumbarse en una barca mientras un pescador corría a casa de los Camba a buscarle unos pantalones.

Esa casa está en pie y es un edificio típico de piedra con un escudo que anuncia orígenes nobles: se la encuentra uno como todo en la vida, preguntando, en el barrio viejo de Vilamaior, y hoy es un museo dedicado a Julio y Francisco, su hermano, también escritor de relieve. Ahí dentro es donde pasó Camba buena parte de la Guerra Civil, se decía que temeroso de las reacciones que pudiera haber a sus artículos críticos con la República. “Camba anda escondido por Galicia rezando el rosario”, se burlaban los diarios de la capital.

Escondido no andaba. Además de hacer viajes periódicos a Portugal, Sevilla o Vitoria (gracias a los salvoconductos que le conseguía Pedro Sainz Rodríguez, uno de los mejores amigos de Camba ya antes de convertirse en un ministro del franquismo –en su casa, en plena guerra, Camba pasaría días de asueto y póker), ese tiempo lo aprovechó el periodista para pasar semanas con sus amigos de Vilanova, y es la época en la que más lo recuerda su ahijada Lourdes Pombo, hija de Pastor Pombo Ferro y nieta de Pastor Pombo Regás. Éste último, don Pastor, fue el maestro de Camba. “Lo quería, aunque luego habló mal en sus artículos. ¡Pero no de él específicamente! Es que a Julio no le parecía bien el sistema”, dice Lourdes haciendo referencia a una columna en la que Camba escribió que de la escuela se sale “con un odio terrible”. Los padres del periodista, Manuel Camba y Juana Andreu, fueron los padrinos de Pombo Ferro, que acabó convirtiéndose en el más fiel de los amigos de Camba en su pueblo y que también mantuvo una extraordinaria relación Valle-Inclán, otro ilustre con estatua frente al mar. 

 

No tener que escribir

En Vilanova el cronista (“el mejor escritor de Villanueva de Arosa”, como acostumbra a citarlo Arcadi Espada en cita envenenada hacia Valle) salía de su casa sobre las once de la mañana, daba un largo paseo con Pastor Pombo por la ría de Arousa (“en Madrid se creen que las rías son el femenino de los ríos”), hablaba con los marineros y fue así cultivando fama de hombre asequible al que nunca le gustó darse importancia.

Entonces era ya una celebridad que había escrito crónicas desde Constantinopla (donde sólo duró cuatro meses, harto de la comida y un idioma infernal), París, Berlín, Roma y Nueva York, y que había reunido su obra en libros trascendentales como Un año en otro mundo, La rana viajera, Aventuras de una peseta, La ciudad automática y Haciendo de República, éste último un conjunto de artículos en los que desnudó con su particular ironía las miserias del poder y la decepción honda de un régimen que había aguardado con esperanza (“La República nos quitó la ilusión de la República, y lo grave es que, a cambio de esta ilusión, no nos ha dado ni la menor partícula de realidad. [...] La República nos dejó sin República, como si dijéramos. Nos quitó la gran ilusión republicana, y esto es, en resumen, todo lo que ha hecho”). Casi todos los mediodías el autor de La casa de Lúculo aparecía en la residencia de los Pombo. Cocinaba una hermana de su amigo Pastor, y Camba llegaba a aquella cocina, levantaba la tapa de la olla preguntando qué había de comer, y si le gustaba preguntaba: “¿A qué hora se pone la mesa?”.

La relación entre los Pombo y los Camba es antigua y viene de finales del siglo XIX. Hoy sus historias son indisociables. En el salón de Lourdes Pombo, enmarcada encima de un mueble, hay una fotografía de Julia Andreu y sus dos hijos, con Francisco a la izquierda y el pequeño Julio subido a un taburete a la derecha; en esa imagen el niño no debe de tener más de cinco años. Durante la Guerra Civil, la rutina de Camba pasaba por presentarse en la casa de los Pombo en la Praza Vella, cerca del Pazo de Cuadrante en el que nació Valle Inclán, con el que entablaría amistad en Madrid, a escuchar las noticias en un aparato de radio que él mismo llevaba. “Cuando llegaba don Julio, nuestro gato se le ponía delante y él le decía: ‘¡Quieto ahí, no te muevas!’. Se ponía un paño sobre las rodillas, y el gato entonces ya se le subía a las piernas y ahí se quedaba él escuchando los partes. Que no le tocase el gato los pantalones”, cuenta la hija menor de Pombo. Algunas tardes las echaba allí jugando a la escoba y a una variante que enseñó él y que llamaba ‘la pastra’. “Muy parecido a la escoba; sé que se recogían quince tantos, y si tenías una sota recogías todo”. Años antes, en esa vieja casa levantada sobre una gran piedra lisa, el periodista acostumbraba a relatar sus juveniles aventuras anarquistas y repartía regalos de sus viajes. Un dandi sibarita era Camba para las hijas de su amigo Pastor Pombo: “¡Guapo el condenado!”.

Fue un hombre con una virtud antigua: le gustaba vestir bien. “Él acostumbraba a ponerse un traje de paño, cubierto en invierno por un abrigo loden de color beige y lucía un reloj de bolsillo con leontina”, comenta Benito Leiro. Medía aproximadamente un metro setenta, y pasaba por etapas en las que se le iba la mano con la figura y procuraba ponerse a régimen (“Duermo siesta de tres y de cuatro horas y bebo cerveza, horchata, limonadas, coca-cola, agua de seltz, etc, etc, con lo cual estoy poniéndome tan gordo que, cuando me veas, no vas a saber si yo soy yo o si soy la marquesa de Casa Calderón”, le escribe a una chica). Elegante y un punto dandi, Camba pudo acabar bien en sotana o bien con el gorro de anarquista. Su padre quiso enviarlo a un seminario en Santiago y él prefirió fugarse de polizón a los catorce años a Argentina, donde entró en contacto con la causa del anarquismo; fue devuelto del país y, tras pasar por Barcelona y Madrid, entregado en Vilanova aún adolescente por una pareja de la Guardia Civil. En un documental rodado por Federico de la Peña en 2007 se cuenta que en el pueblo, al llegar de esa guisa el escritor, decían los vecinos: “El anarquista, el anarquista”. Llegó a fundar en Madrid el diario agitador El Rebelde, que no tardó en ser cerrado por las autoridades pero que dejó la huella Camba: la cabecera la llevaba en la contraportada. Fue la época en la que trató a Mateo Morral, el hombre que atentó contra Alfonso XIII y Victoria Eugenia el día de su boda, el 31 de mayo de 1906. La tragedia de Morral (fue detenido, y mientras era conducido al cuartelillo mató a un guardia y se suicidó) fue también el final del Camba anarquista y su maduración como el Camba finalmente inmortalizado: un hombre escéptico que acabó sumido en un tímido cinismo, bon vivant de zapatos siempre inmaculados y elegancia sin sobresaltos, un hombre bien peinado de yantar excelente y buen dinero, según la época, que vivía en el Palace y al que no le gustaba trabajar. Un conversador nato; un hombre al que se le tendían las sobremesas para desparramar su ingenio como una alfombra en la que un niño vuelca sus juguetes.

¿Qué aspiración tiene usted? -le preguntaron en una ocasión.

-Ninguna. No tener que escribir.

 

Sin pizca de vanidad

El 5 de diciembre de 1940 José Losada de la Torre, director de Abc, le envió una carta en la que advertía que ese mes el periódico tenía “algo más de papel, y esto se ha de reflejar, como es natural, en la colaboración del periódico”. “Yo le ruego a usted que cumpla el contrato y nos envíe sus siempre interesantísimos artículos, espaciándolos durante el mes. Como usted recordará, la cláusula primera señala el envío por parte de usted de dos o tres artículos semanales hasta completar el total de diez al mes”. “Cando andaban escasos de cartiños”, le contó Felisa, una mujer del servicio de los Camba, a Leiro, “don Julio ía ao telégrafo e mandaba papeis para Madrid; de seguido chegaban os xiros do Abc e xa tiñamos para ir tirando unha temporada”.

En otra misiva fechada en junio de 1939, y con un elocuente ¡Arriba España! escrito de su puño y letra en el sobre, Camba avisa de su llegada a Vilanova a su amigo Pastor Pombo anunciándole un próximo contrato en Abc. El original de ese contrato, firmado un mes después, se guarda en la casa de los Pombo. En él Camba se compromete a escribir los citados diez artículos al mes; por cada uno cobraría doscientas pesetas. Si alguno de ellos era tachado por la censura, Camba tenía derecho a sustituirlo. No podía colaborar en ningún otro periódico, “y la empresa le ruega que no frecuente su firma en los semanarios de Madrid”. Camba pasó toda la guerra en zona nacional, y los artículos que escribió para entonces los hizo para el Abc de Sevilla, de mando franquista. Son los que más muestran su “ironía más resentida hacia los que, según él, han llevado al país a esta situación; más lúgubre e incluso agresiva. No faltan tampoco muestras de su extremo anticomunismo y de su simpatía por Franco -en artículos como ‘El tabú’ o ‘El secreto del hombre libre’) no obstante su declarado antifascismo”, cuenta Gonzalo Canedo, editor de Libros del Silencio, en el prólogo de Haciendo de República y artículos sobre la Guerra Civil.

No queda todo en pie en el pueblo en el que nació, del que huyó de niño y al que volvía a descansar de los avatares de la vida el gran Julio Camba. Su rastro, por ejemplo, había dejado huella densa en el Casino de Vilanova de Arousa, en la calle del Cabo, y ese Casino desapareció a mediados de los años 50. En él, el periodista jugaba a las cartas, discutía sobre los asuntos de la actualidad y en la II Guerra Mundial, declaradamente anglófilo, traducía a sus compañeros las crónicas de la BBC. Hasta cuatro vecinas que lo conocieron y lo trataron (las hermanas Pombo, Dorita Martínez Roig -sobrina de su amigo el boticario Pepe Roig- e Ita Abalo Ozores) confirmaron un extremo curioso: Camba era supersticioso. Al estanco que tenían los Pombo en el bajo de la casa acudía un vecino con un ojo de cristal, y cada vez que lo veía el escritor pegaba saltos y echaba a correr. También abroncaba a quien tirase su sombrero sobre la cama. Esa manía le persiguió en el juego, como relata Leiro: “Cuando disputaba una partida de cartas se lo tomaba muy a pecho; no consentía que nadie se le colocara detrás, porque le daba sombra de mala suerte, y tenía mal perder cuando le podían a la escoba, al julepe, al tute o incluso al ajedrez. Sus compañeros de partida, en ocasiones, procuraban dejarle ganar para aplacar su mal genio”. Otro lugar en el que hizo tertulia Julio Camba fue en la peluquería de José Prado, al lado del bar Santos.

Tampoco sobrevive ya en Vilanova la vieja botica de Pepe Roig, hoy Farmacia Pavía en ese solar, que lo abastecía de sardinas (“para hacer una buena sardinada hay que elegir detenidamente la compañía. Las sardinas saben bien, pero tienen el problema de que saben durante mucho tiempo”). Lo que sí puede visitar uno es la capilla de la Encarnación, cerca de su casa, en Vilamaior, donde le daba la misa Jerónimo García y Ángel Nodar. En esa pila bautismal, Nodar anotó su segundo apellido como Andres, corregida finalmente la ‘s’ con la ‘u’ final: Andreu. Curiosamente, casi ochenta años después, el Concello de Vilanova editó la esquela con el Andres, y nuevamente una mano hubo de acercarse al apellido para escribir una ‘u’ sobre la ‘s’ castellanizadora de aquel apellido de origen catalán.

A Camba lo querían, y se le recuerda en el pueblo con más cariño que a Valle Inclán. Fue un hombre de gustos sencillos y generoso. Siempre andaba pendiente de los giros que le llegaban de Madrid y de recibir tabaco inglés. Agustín García Sabor, que llegó a ser alcalde de Vilanova, iba de niño en bicicleta a Vilagarcía para comprárselo. Estos vecinos suyos eran “marineros y labradores con una peculiar filosofía de vida, hombres y mujeres que enjuician todos los asuntos de un modo personal y directo sin lugares comunes ni ideas de segunda mano”. Tras preguntarle al editor Artemio Precioso si es que nunca había estado en Vilanova, el periodista le aconsejó así la visita: “El viaje es muy largo y muy costoso; en menos tiempo y por menos dinero se va usted al Polo Norte, pero ¿qué va a hacer usted en el Polo Norte? En Villanueva de Arosa, en cambio, podrá usted admirar uno de los paisajes más hermosos del mundo. Se lo digo a usted sin pizca de vanidad, ya que ni el paisaje es obra mía ni yo lo elegí siquiera como lugar de nacimiento”.

Nunca le gustaron las multitudes ni las aglomeraciones, prefería la soledad o la buena compañía, y de ahí, y quizás del espíritu viajero que lo llevó por todo el mundo como un modo de mirarse a sí mismo y de mirar a España, viene también cierta aversión al turismo: “Es mejor que no vengan los turistas a estropear la tranquilidad de estos parajes”, escribió de Vilanova, quien pasó tardes echado desnudo al sol en la playa del Terrón.

La Vilanova de finales del XIX en la que vino a nacer Camba era una villa de belleza salvaje, tumbada sobre el mar y de riqueza exótica, como esos pueblos pobres y desnudos que medraban en orden natural y sin concierto por la costa gallega. Había entonces tres núcleos marineros: Vilamaior, Castro y O Cabo, hasta donde acostumbraba a pasear el periodista. “Los terranientes entonces”, cuenta Benito Leiro, “vivían principalmente en el entorno de la Praza de A Pastoriza y Priorato, donde se situaban las más importantes casas blasonadas, algunas adornadas con patín, y cuyos propietarios lo eran también de los mejores terrenos de labradío”. Camba no sufrió estrecheces y su padre no se dedicó al mar ni a la tierra: era practicante de medicina. Y con diez años él mismo se puso de mancebo. 

 

Quince años y un millón de pesetas

Sólo unos años más tarde, en su adolescencia anarquista de Buenos Aires, Camba publicó su única pieza en gallego en forma de un poema titulado Recordos: “¡Eu non sei como foi! Pero quero / mandarlle á terriña / -xa que dela me atopo alonxado / por mares inxentes- envoltos na brisa, / un salayo, unha bágoa, un queixume, / sinxelos interpres da mágoa bendita / que me embarga por vélos meus lares, / o ceo purísimo da amada Galicia / e aquel pobo formado de chouzas / alegres e brancas, das que unha… ¡é a miña!”. Ese poema fue recuperado por el Ayuntamiento vilanovés en su esquela en 1962, y el diario Abc, que fue en el que Camba acabó sus días, lo publicó entonces a modo de homenaje haciendo referencia a la “adorable lengua gallega”.

Camba siempre desenfundó un humor mordaz en las cosas de las lenguas y el debate paralelo de las nacionalidades. Esos artículos suyos no pierden vigencia y siguen frescos como el primer día, sujetos al entusiasmo de unos y el recelo de otros. “Lo lógico para poner al día el idioma gallego sería ir poco a poco injertándole palabras castellanas, pero esto que es precisamente lo que hace el pueblo, no lo pueden hacer los galleguistas, quienes pretenden presentarse en Madrid el día de mañana con un gallego hermético, esotérico y abstruso para utilizarlo como hecho diferencial y ver de conseguir un estatutillo. ¡Un gallego que parezca chino, ruso, árabe o guaraní, pero que no pueda, bajo ningún pretexto, asemejarse al castellano! Y como el gallego no puede parecer nunca guaraní porque en cuanto principiase a tener con el guaraní el más remoto parecido ya no parecería gallego, lo único que consiguen los galleguistas es que parezca algo así como una especie de esperanto hablado por portugueses”. Camba decía que “todo el mundo habla gallego en Galicia, y creo que, más que nadie, lo hablan aquellos que hablan castellano. El castellano, es, en efecto, la verdadera forma actual del gallego. Los labradores que se expresan en gallego no usan aquí un idioma distinto del de los industriales que se valen del castellano; usan el mismo idioma, pero con un léxico limitado y primitivo. En realidad no hablan gallego, sino que malhablan castellano. Y, de formar una Liga para reconstituir el castellano en sus formas más remotas, yo no veo por qué esa Liga ha de formarse precisamente en Galicia. Lo mismo se podría formar en Valladolid”. “No creo que haya un idioma gallego distinto del castellano”, sigue el escritor en La rana viajera. “Lo que sí creo es que se podría inventar. Conozco lenguas medievales que se han fabricado en estos últimos treinta años de acuerdo con todos los adelantos filológicos”.

“Una nación se hace lo mismo que cualquier otra cosa”, dice ya en otro artículo. “Es cuestión de quince años y de un millón de pesetas. Con un millón de pesetas yo me comprometo a hacer rápidamente una nación en el mismo Getafe, a dos pasos de Madrid. Me voy allí y observo si hay más hombres rubios que hombres morenos o si hay más hombres morenos que hombres rubios, y si en la mayoría, rubia o morena, predominan los braquicéfalos sobre los dolicocéfalos, o al contrario. Es indudable que algún tipo antropológico tendrá preponderancia en Getafe, y este tipo sería el fundamento de la futura nacionalidad. Luego recojo los modismos locales y constituyo un idioma. Al cabo de unos cuantos años, yo habría terminado mi tarea y me habría ganado una fortuna. Y si alguien osaba decirme entonces que Getafe no era una nación, yo le preguntaría qué es lo que él entendía por tal y, como no podría definirme el concepto de nación, le habría reducido al silencio”. 

 

La revolución es una juerga

Al silencio se acabó yendo en cierta manera él. No fue tanto su beligerancia con las causas nacionalistas como su adhesión al franquismo, con artículos como el de La guerra y la revolución, lo que le condenó después al silencio de las galeras de la historia de la literatura de las que comenzó a salir hace pocos años quien tuvo la amistad y la admiración de todos los grandes de su época, entre los que se contaba Unamuno, Ortega y Gasset, Galdós, Baroja, Machado, Rubén Darío o Azorín. “Los autores que ganaron la guerra perdieron la historia de la literatura”, lamenta el escritor José Sánchez Pedrosa en el documental sobre Camba de Federico de la Peña. “La guerra es la guerra y la revolución es la revolución”, escribió el vilanovés el 19 de agosto de 1937. “La revolución es una juerga, una orgía, una bacanal que no tiene nada que ver con la guerra. Se tiran tiros. Se comen jamones. Se matan curas. Se lidia al buen burgués en las plazas de toros o se le unce a las norias campesinas. Corre el vino que es un gusto, y más aún que el vino, emborracha la sangre. Cuanto mayor es el recato de una mujer o la inocencia de una niña, con mayor fruición se las hace objeto de público escarnio, y el pueblo obtiene, al fin, esa legítima expansión que con tanto ahínco solicitaba para él mi siniestro paisano don Santiago Casares Quiroga; pero la guerra no es esto ni muchísimo menos. La guerra, por el contrario, es orden, método, disciplina, jerarquía, autoridad y responsabilidad”.

La guerra también separó geográficamente a los hermanos. Francisco la padeció en Madrid entre penurias y allí su hijo Miguel, médico, le acercaba comida al metro y a los pisos en los que se refugiaba. Julio le reprochó siempre a Francisco que se casase. En esa ciudad en la que Camba descansó su vida y su fama, muchos años atrás, a la vuelta de Buenos Aires, llegó a pasar hambre y dormir en los bancos, según dijo a Faro de Vigo José Ángel Maquieira, un abogado pontevedrés estudioso de la figura del Camba anarquista.

En el franquismo tuvo a Pedro Sainz Rodríguez un amigo fiel, y también un mecenas que le pagó a Camba Haciendo de República y La casa de Lúculo. Sainz Rodríguez tuvo un recorrido largo y prolífico en la vida española. Fue escritor, filólogo, bibliógrafo, editor y consejero político de Juan de Borbón, además de uno de los principales artífices del nombramiento de Juan Carlos I como sucesor de Franco. Se desencantó pronto del dictador y en 1941 fue cesado y se marchó a Estoril con Don Juan. No volvería hasta casi treinta años después para ocupar una cátedra en la Universidad de Comillas. También Camba pudo entonar el famoso “No era esto, no era esto” que Ortega pronunció tras ver el avance de la República, pero en sentido contrario.

Cuando acaba la guerra tiene casi sesenta años, ha visto dos guerras mundiales y una guerra civil, y ha estado en los países involucrados en cada una de ellas sin ser, en modo alguno, un corresponsal de guerra. Más bien, de preguerra: en Roma, Berlín y Madrid fijó, como un meteorólogo, el clima de las pasiones que allí se envolvían. “Camba”, dice el escritor José Antonio Durán, “es un escéptico y un cínico, si se quiere. Pero porque él sabe lo que provoca el exceso de fe”. Tampoco se libró Dios: siempre estuvo más cerca del anticlericalismo que de la beatería.

 

 Queridísima madre

Juana Andreu murió en Vilanova. Allá donde estuviese el trotamundos Camba siempre enviaba una postal en dirección a la vieja casa de Vilamaior. Desde Perú hasta Estados Unidos: “Querídisima madre: Estoy entrando en el puerto de Nueva York. Viaje felicísimo. Muchos besos”, le escribe en una de las postales que guarda la familia Pombo. A partir de 1949 dejó de frecuentar su pueblo natal. Una de las causas fue el destino fatal de la casa familiar abandonada. Había quedado a cargo de la viuda de Pepe Roig, doña Avelina, que regentó la farmacia de su marido y alquiló un tiempo la casa de los Camba a una familia. Lourdes Pombo dice que en ese tiempo la gente hablaba de que esos inquilinos estaban enfermos de tisis, que era lo que le faltaba por llegar a los oídos a Camba, un hombre que llegó a reprochar a su amigo Pastor Pombo que le hubiese escrito una carta estando enfermo de gripe (“tu carta debía estar toda impregnada de gérmenes, porque en cuanto la recibí pillé un catarro que no creo que le haya ido en zaga al tuyo”). Además, a esa casa ya vacía luego le acabaron tumbando la puerta y allí entraban los niños, “y yo recuerdo verlos a patadas por las calles con los libros”. “Creo que eso fue un poco lo que también le hizo desencantarse de volver”, dice la ahijada del periodista. En esa casa Camba no madrugaba, como era estilo, y escribía por la tarde en una mesa que no permitía tocar a nadie. Era desordenado y friolero, y en su salón había una estufa de carbón. Los periódicos le costaba tirarlos y se le acumulaban sobre la cama esperando lecturas que habían quedado pendientes. Finalmente esa casa abandonada fue comprada por Pastor Pombo con el aprobamiento -la petición, más bien- de Camba. Con los años acabaría vendiéndola al Concello para crear la casa museo que hay hoy en el lugar.

Se conservan pocas cartas de él. En Vilanova, entre varias de admiradores, se encuentran algunas de Abc pidiéndole artículos y una de La Región, un diario asturiano que el 7 de diciembre de 1934 quiso publicar un artículo del gallego sobre la Revolución Asturiana. El final del director de este periódico es muy sui generis: “Como no quiero ni admitir la posibilidad remota de que usted me desaire, anticipo las gracias con toda la efusiva sinceridad de mi corazón”. Un amigo suyo en Abc, Rafael Casanova, le cuenta en varias misivas su infierno de “treinta y dos meses de sufrimientos y en las garras de la canalla anarco-bolchevique. Treinta y dos meses he pasado, querido. Todo lo que usted pueda imaginarse sería pálido ante la realidad”.

En 1951, a los 69 años, Julio Camba pidió al Gobierno de Franco el título de periodista. El documento lo aportó Almudena Revilla hace cinco años. En él, el escritor “detallaba con letra aplicada y sin un ínfimo borrón todo lo que había sido en esta vida, redactor y corresponsal de muchos periódios y políglota, añadiendo con igual sinceridad y ante la pregunta de estudios y títulos que ninguno y ninguno y reconociendo, la testuz caída, que en el caso de concederle la gracia iba a ser por el mérito extraordinario (del señor ministro) y sin que sirviera de precedente. Y considerar este suceso es considerar un par de cosas: lo que haría el franquismo con sus enemigos si este era el fasto reservado a los amigos, y lo que era un escritor en España, ambas circunstancias sistemáticamente pasadas por el pelotón de la instancia”, escribió Arcadi Espada desde Vilanova de Arousa, donde el profesor Fermín Galindo, autor de un librito mayor sobre Camba que editó la Xunta y Diario de Pontevedra, periódico en el que colaboró el vilanovés, organizó un seminario consagrado a la figura del periodista. 

 

Una receta de huevos podridos

“Camba era un hombre cordial pero tímido, casi esquivo con los extraños, salvo las mujeres bonitas y los niños”, escribe sobre él Pedro Ignacio López en Julio Camba a través de su epistolario. En sus cartas se revela también el rasgo coqueto e interesado de Camba, un soltero visceral, con las mujeres. Ya en Un año en el otro mundo, libro que surge de la primera aventura neoyorquina de Camba, cita a las american girls, chicas atractivas de “poca psicología” por las que él se declara rendido. Antes, en París, le gustaron las francesas, en especial una, Georgette, a la que dedicó un artículo titulado Escuela práctica de hacer el amor. A finales de los años 40 y principios de los 50 envió cartas a Nina, una chica hermana de Félix Moreno de la Cova. “Esta carta”, dice Pedro Ignacio López, “resulta reveladora del cariño con que trataba Julio, hombre ya maduro, a sus amigas más jóvenes. (Conociendo a Camba hay que suponer que, además de joven, Nina debió de ser una chica bastante bonita)”. Otra carta la encabeza con un ‘Nina guapa’. “Pienso que estas cartas (…) ayudan bastante bien a dibujar una imagen real y más cercana de Camba, hombre simpático y cordial, amigo de bromas íntimas, que sabe ponerse a la altura de sus interlocutores y no aburrirlos ni marearlos con arduas cuestiones políticas, filosóficas o literarias, que tan poco han interesado siempre -confesémoslo- a quienes no se dedican con exclusividad a tareas artísticas o eruditas”, cuenta Pedro Ignacio López García, que hace referencia a lo escueto que solía ser Camba poniendo como ejemplo una respuesta brevísima a Unamuno: “¿Qué hubiese pensado don Miguel de saber que Julio Camba, el autor de las páginas más breves y sintéticas de nuestra literatura contemporánea, le dedicaba a él por sus palabras de elogio una tarjeta de apenas dos líneas, y que, en cambio, enviaría a Nina Moreno de la Cova una carta de veinticuatro líneas, nada menos?”

Además de elegante, Camba, que presumió siempre de una gozosa pelambrera heredada de su padre, también era presumido sin llegar al alboroto. Si levantase ahora la cabeza quien consideraba un asalto a la intimidad que hablasen bien de su sintaxis y cortaba en seco a quien le preguntaba cómo escribía (“no le consiento tal ataque a mi intimidad” -escribía solo, siempre) prendería fuego a este periódico. El 28 de junio de 1938, una carta con el membrete del Ministerio de Educación Nacional y el recordatorio del II Año Triunfal le trajo a Camba consejos sobre cómo teñirse el pelo. Se supone que es de una mujer, quizás la esposa del ministro, a propósito de una misiva anterior que el escritor envía a Pedro Sainz Rodríguez, y en la que, se deduce, le pide recomendaciones capilares (“He leído la carta que le envía usted a don Pedro con la receta de los huevos podridos y la fotografía de las dos muchachas del Frontón que realmente están muy saladas”). La carta tiene varios tachones en lugares ‘estratégicos’, como el nombre del producto y su precio. Pero puede adivinarse que el producto es Komol. Veinte años después de esa carta el diario Abc todavía lo anunciaba en sus páginas con la imagen de una mujer y un lema: ‘Era muy joven para parecer una anciana’. El anuncio anima a seguir siendo “una madre y una esposa joven” y advertía de que “millones de señoras en todo el mundo emplean Komol”. “Se puede teñir el pelo”, empieza la carta, que recibe Camba “de manera admirable con un producto xxxx que se llama xxxx y que se vende, me figuro, en todas partes. Ya ve lo bien que me sienta a mí (…) Cada tinte, a su vez, cubre espléndidamente las canas durante veinte días (…) Yo doy el pego maravillosamente. Tengo la idea de ir como le dije a hacer una excursión por ahí en el mes de agosto y si ha sido capaz de resistir hasta ese momento la tentación de rejuvenecerse, tendré mucho gusto en llevarle este producto y hacerle con mis manos la primera aplicación”. 

 

Ya no queda ni una rata

Camba acabó solo. Una sensación rara que le asaltaba ya años atrás en momentos puntuales, como cuando le escribe a Pedro Sainz Rodríguez un verano de 1947 desde Lisboa: “Aquí no queda ya ni una rata. Se han ido los Pastora. Se han ido los Cort. Se ha ido Ortega. Se ha ido todo Cristo. Yo hago cada vez una vida más aburrida y más estúpida”. Pasó sus últimos años en el Palace, en una habitación que tenía tarifa especial, y le seguía pagando Abc artículos que no eran más que refritos de otros anteriores. “Solía pasar la tardes sentado en un sillón, en un rincón del vestíbulo contiguo al gran salón circular. Desde allí observaba el permanente espectáculo de viajeros recién llegados o a punto de marchar”, escribió el periodista Jaime Arias, que lo trató entonces.

Allí estaba sentado uno de los más reputados maestros del lenguaje del siglo XX, un hombre de escritura inconfundible, sencillo y directo, de frases rápidas. “Yo soy un escritor decorativo y me dedico a una literatura fácil, superficial y pintoresca”, dijo en 1908 en un gesto muy suyo de captatio benevolentiae. La economía expresiva de Camba es impactante. “Camba sabe los centímetros cuadrados de los que consta una columna. La clava. Es un relojero de la columna; un sonetista”, explica el profesor José Antonio Llera. No hay en ella grasa; no puede uno extraerle nada sin que se desmonte el conjunto.

Vilanova lo honró a su muerte, que ocurrió el 28 de febrero de 1962 a causa de una embolia, y su cementerio acoge el cuerpo de quien fue, sin pretenderlo ni aspirarlo, un maestro de periodistas. Tenía 79 años. Le dedicó una Tercera en Abc César González Ruano y escribieron obituarios firmas como Miguel Delibes y Torrente Ballester. “Váyase tranquilo, querido Camba, a pesar de este olvido”, escribió su paisano. “Así las gastan aquí, donde la indiferencia sobrevive a la muerte, donde el talento es una incorreción imperdonable; pero ya sabe que para todo verdadero ingenio existe un renacimiento. Habrá un mañana para el de usted”.

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