Y al tercer día resucitó

La noche se había puesto tormentosa en Ferraz y la sonrisa inicial del Presidente era ya una mueca que nada bueno presagiaba. “La crisis nos ha pasado factura”, balbuceaba Leyre ante sus compañeros antes de anunciar la convocatoria de un concurso de ditirambos para ensalzar la figura de Zapatero. “Podríamos llamarle Centinela de Occidente, como a Franco”, dijo zumbón Rubalcaba. El presidente dio un puñetazo en la mesa: “¿Por qué coño nuestros votantes se han quedado en casa?” Y le respondió un coro de quejas: “encima de sacrificarnos por ellos, nos pagan así”, “nunca puedes fiarte del populacho”, “porque somos socialistas, pero dan ganas de hacerse de derechas”. En la planta sótano había concentración de chóferes que discutían sobre Kaká, Ronaldo y las cifras pagadas por el Madrid cuando alguien llamó al Mercedes presidencial. Zapatero estaba humillado por la derrota, “vuelvo a palacio; hay que disfrutarlo mientras dure”, y dejó a Leyre la papeleta de hablar a los medios. “¿Estás segura, Carla?”, “no he cambiado una coma y quién me lo contó, tú lo sabes, estaba esa noche allí”. Lo acepto como verdad: los amantes de Carla son de fiar. Pero ¿qué hizo Zapatero en esos dos días y medio de silencio? Según unos, pidió consejo a Berlusconi, ese revolucionario que, experto en audiencias televisivas, ha decidido sustituir a los políticos profesionales por mujeres bellas: el prime time al poder. Y, aunque cueste creerlo, tiene a la mayoría de los italianos encantados. Italia, a la que tanto debemos, creadora de aquél Imperio asombroso y cuna del Renacimiento, ha llegado a esto: qué espanto. Manolo, el psiquiatra de Moncloa que tan remiso es a hablar de su trabajo, me confesó que el Presi tuvo esos días una llamada de Almunia, “tienes que hacer la reforma laboral o el país se va a la mierda”, y que le pasaron un informe de la ONU, “la crisis del desempleo puede durar ocho años”; que recibió a un cardenal, desolado porque la gente no destina dinero para la Iglesia Católica en la Declaración de la Renta (¿será por la pederastia?); que Salgado le trajo noticias del plan para salvar bancos y cajas (¿no eran la envidia del mundo?), cuyo importe ronda los ciento cincuenta mil millones, y De la Vega le comentó las declaraciones de Felipe González, tan poco conformes con su plan anticrisis. Y entonces, era el tercer día, resucitó. Por esas fechas se preguntaban algunos socialistas qué política hidráulica ha seguido el Gobierno en Valencia y Murcia, hoy volcadas hacia el PP, y quién explicó a los votantes los nuevos poderes que tendrá el Parlamento Europeo. “A mi nadie, desde luego”, dice el quiosquero a la hora del café con porras. Al contrario, amigo: ambos partidos transmitieron desde el principio la sensación de que enviaban a Estrasburgo sus descartes, de que esos escaños son un cementerio de elefantes. Por eso es lógica la conjura contra Pajín, pues los líderes han de responder de sus actos. Pero claro, enfrentarse a esa mujer es desafiar la voluntad de Zapatero, que se vio obligado a abandonar su palacio para defenderla, y lo hizo con ironía un tanto chulesca: está seriamente tocado, sin duda. Pobre Pajín, tan nerviosa por la tardanza del Parlamento valenciano en adjudicar la vacante de senador/a, pues quien ocupaba ese escaño fue enviado al Parlamento Europeo; ella se ha postulado para sucederle y así sumar otro sueldo a los dos que recibe. Pajín, Pajín, que se te ven las costuras. Claro que los socialistas tienen enfrente a Rajoy, candidato incapaz de enfrentarse a la corrupción en su partido: su tesorero, Bárcenas, está a punto de ser imputado por el Supremo, y el sumario sobre Camps deja a éste en mal lugar. ¿Qué hará Mariano, revolverse contra jueces y fiscales? La derecha española, habituada a la barra libre, se acerca a una encrucijada en la que su candidato se juega las próximas elecciones. Claro que de momento Rajoy está eufórico: la victoria, aunque débil, le ha afirmado al frente del partido y hasta Esperanza, que tantas zancadillas le puso, corrió al balcón de Génova, al que no estaba invitada, para aplaudir y recibir más aplausos que ninguno (es natural: quienes acuden a esas manifestaciones son gente más dotada para la adhesión que para el raciocinio, y eso les hace presa fácil de personas como Aguirre). Porque esa mujer no es tonta: sabe que la corrupción es una pandemia y, para sacar adelante una reforma que le dará poder absoluto sobre Cajamadrid, ha ofrecido una vicepresidencia de ésta a Izquierda Unida, que ha sido incapaz de decir no. Patético. Encuentro a un amigo de Borrell que me cuenta el enfado del ex ministro, y ex presidente del parlamento Europeo, porque Zapatero se opuso a que le nombrasen rector del Instituto Europeo de Florencia, que incluso presionó para evitarlo, aunque la mayoría de los líderes europeos le apoyaron y finalmente obtuvo el cargo. “Así es el talante del inquilino de Moncloa”, me dice mientras caminamos hacia la exposición de Matisse. Llegado a la madurez, el maestro del color deja a su familia y se instala en Niza decidido a pintar desnudos femeninos. Y ventanas, claro. Y jardines. Pero sobre todo desnudos, mucho más serenos, más íntimos que en la época “fauve”. Fascinante artista, pero mi amigo pregunta: “¿dónde están los Matisse de hoy?” Ayer estuve en la Feria del Libro para cerciorarme de que no llovía; la gente, que había ido con paraguas pese a los treinta y tantos grados, barruntaba que algo malo sucedería. Y sucedió: el autor de un libro titulado “La teoría, la praxis y el jamón” fue atacado de pronto por una zarzuela, “La tabernera del puerto”, y hubo de suspender una dedicatoria para cantar a voz en grito “¡no puede ser/ una mujer sirena!” mientras sus admiradores huían espantados. Cosas que ocurren con el calor, capaz de llenar la ciudad de cuerpos gloriosos: Carla, por ejemplo, ha decidido que terminará las fiestas venideras bañándose desnuda en la piscina de los anfitriones. Jesús.

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