Al pasar A Barca me dijo el barquero

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En 1197 se dice que los monjes benedictinos del Monasterio de Poio ya administraban el paso entre las dos orillas del río Lérez entre el arrabal de A Moureira y la costa opuesta de Poio. De ahí el nombre de A barca en esta zona de Pontevedra, donde en el siglo XIX la Sociedad de Mareantes de la ciudad explotó el paso con resultado de enfrentamientos directos, por la insólita ‘privacidad’ de este tramo del río, con el monasterio de Poio, el marqués de Riestra y la mismísima Marina. Viendo la necesidad de construir un puente, los Mareantes mutaron la explotación inicial del río por una hábil ‘Sociedad comanditaria constructora del puente de La Barca’ que la conformaron ellos mismos con vecinos de Poio y un puñado de «capitalistas».

 

En De mi viejo carnet, la obra de Prudencio Landín, el ilustre periodista pontevedrés, se relata que la construcción de este puente, de madera y muy baja altura, se empezó en 1867 y se comenzó a explotar cuatro años después. La crónica de Landín no ahorra en fastos: hubo allí música, bendiciones religiosas y por supuesto, un paso gratuito el primer día. La obra tenía un tramo levadizo que se izaba con la ayuda de un cabestrante para permitir el paso de barcos que tenían grandes mástiles y llevaban su mercancía a los muelles de La Galera y O Burgo. «Sal, madera, teja y cal sustituían ya lo que antaño era un efervescente tránsito de sardinas», relata Landín en su obra. Pero los nuevos tiempos se llevaron la madera por delante. El marqués de Riestra, con finca y fábrica en A Caeira, demandó comunicaciones más poderosas. En paralelo al puente había que hacer un paso para el ferrocarril.

LOS HOMBRES

 

En los jardines de Vincenti se levanta el busto que lleva el nombre de un hombre, Eduardo Vincenti, que nació en A Coruña pero que siempre ejerció de pontevedrés, cuya acta de diputado exhibió hasta su muerte. Fue uno de esos vecinos de la ciudad que marchó a Madrid como tantos otros a finales del siglo XIX y principios del siglo XX a buscar un poder político que encontró en el Partido Liberal y que llegó tan lejos que hasta se sentó en el despacho de alcalde de Madrid. Vincenti, como Montero Ríos y tantos, benefició a Pontevedra desde cuanto puesto tuvo. Amancio Landín, pleno de ironía, contaba que hasta se esperaba el Gordo de la Lotería en Pontevedra porque «para eso está de alcalde en Madrid Don Eduardo, y podrá hacer alguna trampiña para los amigos de aquí», como cuenta Arturo Ruibal en su libro Pontevedreses.

 

Entre muchas cosas, a Vincenti se le atribuye la presión en Madrid para sacar a subasta la cantería y el tramo metálico del puente de A Barca. Se lo reconoce en la época Diario de Pontevedra, el 2 de diciembre de 1919, hace ahora noventa años. A Montero Ríos, figura totémica de aquella Pontevedra que visitaban todas las personalidades para ser recibidas en el Pazo de Lourizán, se le ‘debe’ el proyecto del puente, que fue inaugurado el 3 de julio de 1905 y construido por Chavarri, Petrement y Cia bajo un proyecto de Luis Acosta y Eduardo Fungueiriño. Montero Ríos era entonces ministro de Fomento. Y al marqués de Riestra se le cubrió de elogios desde Diario de Pontevedra por la celeridad de los trabajos. «Al señor Riestra debemos que el fabuloso puente no se haya dilatado en el tiempo y ha dado una prueba más de que es rico, que sabe serlo, y de que es amante y protector de su pueblo, sin regateos ni pueriles vanidades que suelen prevenir el espíritu para todo sentimiento de gratitud: no hemos de ocultarle la nuestra que había de ser seguramente la de todos».

 

El puente tenía un solo ojo de gran tamaño de 75 metros de luz y reposaba sobre dos fuertes sustentos de cantería también definidos como accesos de mampostería, formados por tres arcos a cada lado, en los que se labraron motivos ornamentales de estilo gótico que respondían al gusto de la época. Un día antes de la inauguración este periódico, que calificó la obra como «una de las más importantes realizadas en nuestro pueblo», informó de las pruebas de carga que hubo sobre A Barca para poner a prueba el nuevo puente y que no hubiese ninguna catástrofe. Así, se colocaron 200 toneladas en carga estática, y de cara a la prueba de carga dinámica se pusieron sobre el puente 13 carros de cuatro toneladas cada uno. Salió bien, y el puente fue inaugurado a todo trapo entre enormes elogios.

 

EL TRÁFICO

 

Los porqués de este puente, hoy uno de los mayores quebraderos de tráfico en la ciudad, especialmente en verano, hay que hallarlos precisamente en la circulación de los vehículos. El historiador Xosé Fortes, en su Historia de la ciudad de Pontevedra, recuerda que la ciudad llegó a la Restauración con una infraestructura viaria muy deficiente. Las comunicaciones con ciudades como Vigo, Ourense y Santiago eran penosas, así como con los pueblos de la comarca, sobre todo los de la margen derecha de la Ría, y con el puerto de Marín. «El enlace por correo con Ourense, Vigo y Santiago, el aumento del tráfico y más adelante la aparición del automóvil obligaron a un continuado ensanche y mejora del firme», escribe el profesor pontevedrés.

 

Uno de los grandes problemas que había entonces era el puente de O Burgo, muy estrecho. Allí se sustituyeron los pretiles de piedra por una valla y se ensanchó la calzada, todo ello entre 1890 y 1891. Pero la gran deficiencia de la red de comunicaciones de Pontevedra era con Combarro, Sanxenxo y O Grove. La complicación del siglo XXI ya era el de principios del siglo XX, como atestiguan las crónicas de la época. Si ni con el desdoblamiento de la vía rápida ni los enlaces con la autopista se soluciona ahora, entonces, que había un solitario puente de madera no apto para una circulación segura, tampoco. Claro que el volumen de tráfico en una época en la que ni siquiera Ford había empezado a fabricar sus coches en cadena era muy escaso.

 

«Tradicionalmente», explica Xosé Fortes en su exhaustivo trabajo sobre la ciudad, «se había realizado el enlace a través de la Barca de la Merced, y en los últimos años se había construido un puente levadizo de madera, pero su baja cota y lo abrupto de la otra orilla seguían ofreciendo una deficiente solución para el paso de vehículos».

 

La obra, inaugurada en 1905, fue frontera ‘invisible’ entre la zona de trabajadores de A Moureira y prostitutas como la Colibre o la Platillera.

 

Las administraciones decidieron emprender a finales del siglo pasado la comunicación entre O Burgo-A Caeira y levantar un nuevo puente elevado en la angostura de A Barca. Lo que se hizo respecto a este último fue una obra que recogió los postulados de la arquitectura del hierro, «que desde la Exposición Universal de Londres de 1851, con el gran Pabellón del Crystal Palace realizado por Joseph Paxton, difundieron el acero como elemento constitutivo de primer orden», escribe el crítico de arte Ramón Rozas en un artículo sobre el puente publicado en 2003.

 

Fue en el año 1894 cuando se impuso la construcción de una obra de «airosas características». Se sustentaba a una gran altura y en metal, como ya se venía haciendo en la arquitectura contemporánea. «Entonces se difundió el empleo de este material debido a su facilidad de transporte, dúctil manejo y más rápida ejecución de obra. El hierro es la consecuencia de la Revolución Industrial que durante este siglo implicó cambios trascendentales en nuestro mundo, sobre todo desde el punto de vista social, y hasta el puente de A Barca puede presumir de que durante su construcción tuviese lugar una de las primeras huelgas de obreros, como ocurrió con los contratados por Benito Corbal que fueron apaciguados por la persuasión de Augusto González Besada, que era el gobernador civil de entonces», cuenta Rozas.

 

Estilísticamente, el primer puente de A Barca, si exceptuamos el pequeño de madera que unió las dos orillas, asumió principios arquitectónicos que se habían ido viendo en diversas experiencias, tipologías siempre vinculadas al progreso, como puentes, estaciones de ferrocarril, bibliotecas y la mismísima torre Eiffel construida para la Exposición Universal de París de 1889. El marqués de Riestra aportó en el tramo final de las obras 30.000 pesetas necesarias para acabar los trabajos y, en sus propias palabras, olvidarse de una vez por todas «del paso obligado del viejo puente de madera de odiosa memoria, que constituía una molestia considerable y repugnante».

 

El puente se convierte tras su construcción en una clara línea divisoria en el barrio populoso de A Moureira. Por un lado los pescadores entregados al trabajo. Por el otro, un mundo dedicado a la vida licenciosa de alcoholes y prostitutas. Hipólito de Sa, en su libro Estampas pontevedresas, cita los nombres de las más famosas: la Colitre, la Platillera y la Dominga. Al tiempo, los chicos de Poio rivalizaban entre ellos tirándose desde el puente al río.

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