Dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento

Jesucristo parte el pan rodeado de discípulos en la última cena. El cuadro cuelga de los muros de piedra del comedor de San Francisco. Es jueves y el reloj marca las 13.40. Fuera espera el segundo turno para sentarse. Dentro hay un bullicio de comedor escolar. Mesas de siete comensales y trasiego de mujeres llevando y trayendo fuentes y jarrones de aguas. ''¿Sabe usted qué hay que hacer? Es la primera vez''. Un hombre de unos sesenta años mira al periodista y comienza a explicar: ''Ahora estamos esperando a que salgan los que están comiendo. Entras, te sientas en cualquier silla y esperas a que te sirvan. Sígueme si quieres''. Ha llegado un poco tarde, dice.

A nuestro alrededor se forman corros. A muchos de ellos basta mirarlos para saber lo que les ha traído hasta aquí: hay conocidos drogadictos de la ciudad que piden habitualmente en la calle; adultos de rostro y voz llenos de pasado: una vida mala, huellas en el cuerpo, alguna cicatriz; un par de franceses con la mochila al hombro y también un andaluz de unos cincuenta, pescata y cruz dorada en la oreja, que al acabar invitará a sus compañeros a unos puritos en las escalinatas de San Francisco.

Otros, sin embargo, no ofrecen pistas. Ropas normales, acaso algo gastadas. Zapatos grandes de invierno. Manos regordetas, papada, gafas. Canas en su mayoría. Algunos charlan y otros están en silencio, de pie, apartados. Tratar de hablar con ellos es inútil. Aquí, salvo confianza extrema, y aún en esos casos, a nadie se le pregunta de dónde viene y por qué está aquí. En cualquier caso preguntas triviales. Una señora entretiene a una niña sentada en un carrito mientras la madre, muy joven, habla con su pareja. ''¿Cuántos años tiene?''. No contesta, pero ríe. Que estén allí esperando a que salga alguien de comer significa que hoy se dobla turno, algo habitual desde que comenzó el efecto devastador de la crisis hace ya cuatro años.

(Más información en nuestra edición impresa del 12 de febrero).

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