Catorce años sin John Balan: "No está muerto. Queda el showman, el mito"

Aniversario del ‘yanqui’ de Seixo que se convirtió en hombre orquesta autodidacta
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photo_camera John Balan, durante un homenaje recibido en 2007, un año antes de morir. GONZALO GARCÍA

La frase es de Rafael Pintos, su buen amigo. "John Balan no está muerto. Queda el mito, el showman". Y es que como él mismo pregunta, «¿quién se atreve a decir que John Balan no es una leyenda?»

Aquel hombre orquesta que ganaba «entre 700 y 1.000 pesetas por actuación» falleció un 19 de marzo de 2008, hace hoy 14 años. Fue despedido al día siguiente en Santo Tomé de Piñeiro, en Marín, como el artista que era, rodeado de familiares pero, sobre todo, de las incontables amistades que fue gestando a lo largo de sus 74  años de vida.

John Balan durante una actuación en 1966
John Balan durante una actuación en 1966

Durante una entrevista en este periódico, en 1966, Manuel Balán Villanueva, el ‘yanki’ de Seixo, reconocía su eterna soltería "porque nunca he tenido la conversación suficiente y agradable para enamorar o conquistar una mujer. Alguna vez que vencí el miedo, estaban comprometidas".

Autodidacta confeso, atribuía a su exquisita memoria la capacidad de reproducir una canción con escucharla solo una vez. "Incluso si es en inglés", una lengua que nunca estudió, pero que no dudaba en chapurrear en cada uno de sus repertorios.

Unos espectáculos en los que se hacía acompañar, siempre que podía, de una puerta hueca, a la que aporreaba con rítmica energía. Entre ese complemento y su facilidad para imitar todo tipo de sonidos con la boca, John disponía de todo lo necesario para un par de horas de pura diversión.

Hijo de un marinero de Bueu, era el menor de cinco hermanos y él mismo aseguró que de pequeño «era pedigüeño y revoltoso, iba a robar patatas por las fincas para poder comer y vivir, a los huertos a robar fruta a medio madurar».

COWBOY FRUSTRADO. El sueño de ser un consagrado actor de western en Hollywood se gestó en la mente de Manolo Balan desde muy joven, cuando se le veía  recorrer su Seixo natal inventando guiones de películas que él mismo interpretaba en cualquier lugar donde se concentrase la gente. El desaparecido trole de Marín a Pontevedra fue muchas veces el improvisado escenario de unas interpretaciones muy celebradas por los viajeros.

Las salas de cine fueron alimentando una ilusión que otro pontevedrés, Ángel Peláez, hizo realidad al convertirle en protagonista de un episodio de ‘Vivir cada día’, rodado durante varios días en Estados Unidos. Fue en abril de 1983 y ahí Manolo pudo ver cumplido un viejo sueño: ver su nombre en uno de los imponentes carteles luminosos de Broadway (eso sí, de forma fugaz para el montaje).

Durante semana y media en lo que él consideraba «el paraíso, mi auténtica patria», John Balan visitó la Quinta Avenida, Central Park, el mítico local de country Lone Star -donde se atrevió a subir al escenario- y dio un increíble y surrealista paseo en helicóptero sobre Manhattan y la Estatua de la Libertad.

Memorables fueron también sus apariciones en una incipiente Televisión de Galicia, de la mano de Xosé Ramón Gayoso y su desde entonces inseparable Rafael Pintos. Ahí nació el Tour Balan-Wladimir, la historia del vampiro educado y el vaquero de Seixo, circulando juntos en un sidecar por Galicia adelante. Y a esa época pertenece la mítica frase "A modiño, Wladimir".

Tras disfrutar de varios homenajes, los focos de aquel ‘comedor de fanecas’ se apagaron un 19 de marzo de 2008.

"Cando entrei no Asilo, caéronme os collóns ó chan"
Rafael Pintos nunca olvidará lo mal que lo pasó su amigo tras sufrir una hemiplejia que le mermó su capacidad física y le recluyó en el Asilo de Ancianos. "Manolo siempre decía que aquello era un cementerio de vivos", asegura, tras destacar su revelación al poco de ingresar: "Eu cando entrei aquí e mirei isto caéronme os collóns ao chan".

Pintos manifestaba en aquella entrevista que no era de extrañar aquel rechazo de Balan, «porque aquello era terrorífico. Las luces estaban apagadas y las persianas bajadas. Yo encendía todo y había un anciano que me susurraba al final de mi parada: "Despois apaga a luz, que se non bérrannos".

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