Perfil | Fernández Arruty, un cuento de Navidad

El presente artículo fue publicado el 10 de diciembre de 2006 en la Revista de Diario de Pontevedra
Ilustración de Denís Galocha
photo_camera Ilustración de Denís Galocha

El narrador podría contar cosas más reales pero prefiere pasar en puntillas sobre ellas, aunque en su interior estén marcadas con cicatrices inmunes al olvido. Por estas fechas anda de cumpleaños, el número setenta y seis, cifra que en nada concuerda con su aspecto. Porque José Ángel Fernández Arruty ha sido siempre una persona atildada, de clásica elegancia y buenas maneras, como un caballero de antaño que conserva bajo su cabello blanquecino una elasticidad y un espíritu juvenil que sorprenden.

En Pontevedra se ha hecho popular como presidente del Casino durante veintidós años, y ciertamente su derrota electoral en este pasado otoño ha sido un bombazo que provocó lágrimas de etiqueta, pero él ya era muy conocido en el corazón de la ciudad porque su padre, disimulado tras un Fernández que actúa de visillo, era un pontevedrés del que mucha gente hablaba, casi siempre en voz baja, durante el franquismo: Bibiano Fernández Osorio-Tafall, director del Instituto y alcalde de la ciudad, subsecretario en tiempos de Guerra Civil, exiliado, intelectual y profesor en México, convertido en alto representante de la ONU.

José Ángel y sus hermanos vivieron la lejanía de aquel padre casi mitológico mientras la escasez, tan común en la dichosa e interminable posguerra, les atenazaba. Pero Josefina Arruty Viaño, su madre, les sacó adelante e hizo posible sus estudios universitarios. Ay, aquellas madres. Nuestro hombre inició Derecho en 1947 y al tiempo se hizo socio del Casino; recuerda sus inviernos en la Facultad compostelana y sus veranos en el antiguo Parque de Verano, vecino del Sanatorio Marescot. Y un día, ya terminada su carrera, José Ángel se casó con Chuly, de nombre oficial Enriqueta.

Ambos continuaron acudiendo a los asaltos-baile vespertinos y a las verbenas de estío, mientras él, especializado en Derecho Canónico, se convertía en adjunto de Paulino Pedret, tantos años catedrático, y se dejaba ver por alguna asociación católica, lo que provocaba gestos de contrariedad en los viejos republicanos que recordaban a su padre. Cada uno, claro, es dueño de su vida. Pontevedrés de toda la vida, sólo marchó de esta ciudad cuando la cátedra le obligó a vivir en Compostela, mas alcanzada la jubilación aquí retornó; es más, durante ese periodo de alejamiento, venía para atender su puesto del presidente en el Liceo Casino, una de sus pasiones.

Difícil será encontrar otro presidente que baile el vals con la elegancia que daba a sus giros, que participe de la emoción de las debutantes y entregue medallas a los socios antiguos o al Príncipe, que se rodee de autoridades civiles y militares, incluso que soporte el estreno de un himno social sin dar señales de náusea. Es fácil contemplar todo eso como un juego arcaico, pero cada puesto tiene su afán y la presidencia del Casino nada tiene que ver con la Revolución y sí con una sabia administración de las formas.

Tras éstas anidan los sentimientos: se estremece nuestro hombre al recordar el incendio de 1980 que destruyó el local social, reconstruido en tres años, y el inmediato Teatro Principal, hermoso escenario decimonónico que fue construido en el solar dejado por la parroquia de San Bartolomé el Viejo. No todos los recuerdos son tristes, claro: el aniversario ciento cincuenta de la Sociedad fue celebrado a bombo y platillo, aunque faltó la deseada Medalla de Oro de la Ciudad, que el Ayuntamiento Cuento no concedió por confundir Casino y señoritismo. Lástima, pues es mucho más que eso.

El propio José Ángel dice que puede ser socio cualquier persona que cumpla las condiciones de ser persona y saber estar, "que yo he tomado de un pensamiento de Ortega y Gasset". La historia de las bolas blancas y negaras pertenece a tiempos remotos. ¿Cómo lleva nuestro hombre tantas jubilaciones? La de la Universidad, con añoranza; la del Casino, con una sensación de vacío. Continúa, eso sí, con la Cofradía de la Peregrina, que le permitirá apariciones fugaces durante el segundo domingo de agosto y su víspera. Y, como no se consuela quien no quiere, ahora tendrá mucho más tiempo para viajar y comprobar que Asia sigue siendo una explosión de olores, que África es el reino de los colores, que Australia, el continente que todavía no conoce, está más cerca de lo que parece y si uno estira la mano puede tocar con las yemas la ópera de Sydney. Viajar, esa cura para tantos males: "Se aprende más en media hora paseando por la Via Apia de Roma que leyendo un mes a Tito Livio", decía Castelar.

Nuestro hombre se emociona al recordar un amanecer en el Himalaya, con esas montañas que son auténticos dioses, o las pequeñas islas que forman el archipiélago de Seychelles. Sus cuatro hijos, María de la Vega, María José, Bibiano y José Ángel, han crecido hasta convertirse en padres y algunos en abuelos. Pero cuando él está solo o con Chuly recuerda sus años mozos, y aquellos momentos que le emocionaron especialmente; también algunas escenas de Memorias de África, el ritmo de La mujer de rojo o un pasaje del Quijote.

Melancólico como buen gallego, suspira por un día de sol, que tanto le anima, y por esas reuniones navideñas en las que los más pequeños, muy abiertos sus ojos, le preguntan "¿y qué hiciste, abuelo?" cuando él les narra la aparición de aquél enorme león.

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