El destino se juega de mañana

En un día de toros la atención de los aficionados se dirige directamente a lo que sucede en el ruedo. Los instantes en los que hombre y animal se miden en un duelo eterno. Pero antes de llegar a ese punto sus vidas se han tenido que cruzar en el sorteo que decide que toros lidiará cada uno de los integrantes de la terna de la jornada.

El apoderado de Roca Rey, Campuzano (camisa oscura) entre diferentes componentes de las cuadrillas. JAVIER CERVERA-MERCADILLO
photo_camera El apoderado de Roca Rey, Campuzano (camisa oscura) entre diferentes componentes de las cuadrillas. JAVIER CERVERA-MERCADILLO

CUANDO EL reloj enfila las siete de la tarde rompe el paseíllo en la plaza de toros de Pontevedra y el bullir de palmas en los tendidos anuncia la gran fiesta de los toros. En ese instante el público está expectante ante los acontecimientos que se aproximan, pero varias horas antes se ha comenzado a escribir el destino de esa tarde. Toda una liturgia anclada en la más antigua tradición del toreo que desemboca en la suerte de elegir un papel en el que figuran los números de los dos toros que compondrán el lote de cada uno de los coletas.

Son las once de la mañana cuando el movimiento se intensifica en el patio de caballos de la plaza de toros de Pontevedra. El empresario, Eduardo Lozano, el mayoral de la ganadería de Alcurrucén, Ángel Muñoz, y los operarios de la plaza de toros se ocupan de que todo esté en perfecto estado de revista ante la presencia del presidente Pablo Álvarez Montesino, su asesor técnico, Gonzalo Lorenzo, miembros del cuerpo de veterinarios, así como de numerosos aficionados que poco a poco se concentran alrededor de los verdaderos protagonistas de ese momento, los astados de Alcurrucén que se muestran desconfiados ante un bullicio que rompe la tranquilidad de la que ha sido su última noche.

Comienzan a llegar las cuadrillas de los matadores de esa tarde, El Juli, José Mari Manzanares y Roca Rey, ellos son los que ojean las aparente virtudes de los bureles y los que, de acuerdo con ganaderos y apoderados, gestionan la composición de los lotes entre los nueve toros que se desplazaron dos días antes desde la finca de Urda en Toledo. Con los seis ya definidos para la lidia y los sobreros, que serán los tres toros restantes, toca esperar al sorteo en el que se decidirá que toros le corresponden a cada matador. Los miembros de las cuadrillas no quitan ojo a los animales, saben que gran parte de las posibilidades de triunfo en la tarde pontevedresa dependen de este momento y no dejan de apuntar en sus cuadernos las diferentes posibilidades. Luis Manuel Lozano, apoderado de El Juli, Jorge Matilla de Manzanares y Ramón Valencia y José Antonio Campuzano, apoderados de Roca Rey, también siguen con especial atención todo lo que rodea a este momento que suele estar apartado del foco mediático pero que resultará trascendental en su inminente futuro.

A medida que pasan los minutos la tensión crece al tiempo que sube la temperatura en unos corrales castigados ya por la acción del sol. Muchos peñistas y aficionados asoman por las oquedades de la plaza y contemplan desde esa atalaya una vista privilegiada de todo lo que sucede más abajo.

SUERTE. Decididos los lotes llega el momento de llamar a la suerte y bajo la dirección del presidente toca reunirse bajo techo. La sombra concede un respiro, las cabezas se alivian de sus sombreros y en el interior de la plaza empresario, autoridades, veterinarios y miembros de las cuadrillas se disponen a cumplir una de las liturgias del mundo del toro, el extraer de un sombrero los papelillos (todavía se mantiene la tradición de anotar en papel de fumar) en los que aparecen los dos toros que integran cada uno de los lotes. Algunos miembros de las cuadrillas se persignan para buscar la ayuda del divino y, como siempre sucede, tras desenrollar los papelillos, se alternan las caras de alegría o de decepción, pero con la red de saber que con los toros siempre queda una última verdad, como es la de que hasta que el animal salta a la arena nunca se conoce su verdadero comportamiento.

Con los lotes adjudicados los miembros de la cuadrillas y los apoderados vuelven a salir al exterior para con "sus" toros delante decidir cual se lidiará en primer lugar y cual en segundo. De nuevo cada uno tiene su receta, unos prefieren el que presenta aparentemente mejores condiciones para abrir su tarde, por si hubiera cualquier percance y que no lo pueda aprovechar otro integrante de la terna, y hay quien se decanta por torear a ese animal en segundo lugar para ir poco a poco elevando la temperatura de la tarde. Toca enchiquerar cada lote, separar a los animales que ya esperarán cada uno de ellos en solitario el paso de las horas previas a salir al coso de San Roque. Los avezados operarios de la plaza, con una asombrosa diligencia, fruto de su experiencia, proceden a realizar la operación, mientras Ángel Muñoz, más que un mayoral, un padre de todos esos toros, sigue con el mimo con el que hace todo junto a sus animales un trámite que se convierte en una despedida que forma parte de su profesión, pero también de una íntima comunicación entre hombre y animal.

Comentarios