In Memoriam | Pablo Lozano, la ausencia que será

Pablo Lozano junto al diestro Juan Antonio Ruiz ‘Espartaco’ en la plaza de Pontevedra en 2007. RAFA FARIÑA
photo_camera Pablo Lozano junto al diestro Juan Antonio Ruiz ‘Espartaco’ en la plaza de Pontevedra en 2007. RAFA FARIÑA

EN SUS pupilas había una plaza. En su alma toda una historia del toreo asentada en horas y horas de torero, apoderado, empresario, ganadero, pero, sobre todo, aficionado y amante de una expresión artística a la que se llevaba asomando desde los años cincuenta, cuando hizo de su pasión y esperanza debut como coleta, tomando la alternativa de Luis Miguel Dominguín, ¡casi ná! La Muleta de Castilla le llamaban y su carrera sobre el albero se fue transformando dentro del poderoso clan de los Lozano en una multipresencia desde diferentes ámbitos de lo taurino. Como apoderado hizo cumbre en aquella España gris de las primeras oportunidades donde una plaza era una conquista de la eternidad a la que se saltaba a pecho descubierto para meter a la familia en una vivienda digna, pero, sobre todo, para mirarle a la vida de frente. Palomo Linares o El Cordobés se acogieron bajo su alón, donde todo era más fácil, donde los consejos no iban en dirección a la cartera y sí en busca de una esencia taurina que sirviese para cuajar al toro. El de ellos, pero también el suyo. Porque el que es torero lo es hasta el momento final, hasta que ese coronavirus se cruzó en su vida para detenerla a los 89 años.

Después de ese dos monstruos llegarían Espartaco, César Rincón, Caballero, Manzanares, Castella y más. El toreo de los noventa que buscaba agitar viejos laureles en blanco y negro. A esa labor de apoderado se le une su parte alícuota en la trinidad de los Lozano que apoderaron Las Ventas para colocarla en una cúspide que todavía hoy sueña retomar. Un todo, torero, plaza, que debía completarse con el protagonista de la fiesta, el toro. Es el hierro de Alcurrucén el que ocupó durante mucha parte de su vida sus desvelos. Pocos miraban a los toros como él, de tantos vistos sus consejos y admoniciones a los coletas eran ley. Así lo entendieron a los que apoderó, pero también un mundo del toro que lo respetaba en grado excelso.

Pontevedra era, como para todos los Lozano, el diamante de su corona. El brillo que resplandecía cada verano entre espumas de sal y una plaza de A Moureira resistente, quizás, como él mismo, en un tiempo que dejaba ya de ser el suyo. Su presencia era parte del decorado de cada agosto. Y en esos ojos se dibujaba todo un universo de toro y torero, de danza sobre el redondel entre hombre y animal a la procura de ese pase perfecto, de esa faena cuajada, del escalofrío permanente. Como apuntó en su crónica el maestro Zabala de la Serna, que tan bien conoce el encaste Lozano, Pablo era “el espejo del temple, el depositario de los miedos, el guardián del campo bravo”. Pablo Lozano no pudo estar este verano con nosotros. El abrupto parón motivado por el coronavirus frenó en seco cualquier aspiración de los Lozano por renovar sus votos con Pontevedra, establecidos desde 1975 cuando asumieron el mando del coso de San Roque. Una alianza que sufrió este jueves uno de sus zarpazos más duros, el de una ausencia que será efectiva en sucesivas ferias, cuando sea visible ese amargo peso de la ausencia de Don Pablo Lozano.

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