El apostolado de la vida atenta de Foster Wallace

David Foster Wallace es un clásico de la literatura. Los menos originales comparan 'La broma infinita' con el 'Ulises' de Joyce porque, efectivamente, es eterna, densa y, como se llegó a decir cuando se publicó hace ahora 20 años, su lectura exige de "un corazón y una muñeca fuertes". Pero no es por eso por lo que llega fresca a este siglo
David Foster Wallace, en el East Village de Nueva York
photo_camera David Foster Wallace, en el East Village de Nueva York

Wallace —un hombre del Medio Oeste americano, un chapón con imagen grunge, depresivo y sensible— todavía es capaz de hablarte a ti como si fuera tu propio cerebro el que lo hace. Eso si tuvieras un cerebro hiperatento, un cerebro terenciano al que nada de lo humano le es ajeno, con ese humor que revela tristezas y con la curiosidad de los verdaderos niños.

El autor cumplió en 2005 con el más americano rito de los triunfadores: dar un discurso de graduación. De los elegidos se espera una lección vital, que planten una semilla en las cabezas jóvenes de los licenciados y, a poder ser, que encapsulen con habilidad su verdad para que pueda ser leída más adelante por muchos otros, citada, convertida en libro, en audiolibro y en vídeo inspirador. En Youtube se escucha su voz bajita, que siempre resulta pequeña para semejante tiarrón, leyendo Esto es agua, una narración en la que ofrece una relevación tardía.

Empieza, como toca en esos casos, con una metáfora, la de dos peces jóvenes que nadando se cruzan con otro mayor que les saluda y les pregunta cómo está el agua. Lo dejan atrás y uno de los jóvenes le pregunta al otro extrañado qué demonios es el agua. "La verdad con V mayúscula tiene que ver con la vida antes de la muerte. Tiene que ver con llegar a los treinta, o incluso a los cincuenta, sin querer pegarte un tiro en la cabeza. Tiene que ver con el verdadero valor de una verdadera educación, que no pasa por las notas ni por los títulos y sí en gran medida por la simple conciencia: la conciencia de algo que es tan real y tan esencial y que está tan oculto delante mismo de nuestras narices y por todas partes, que nos vemos obligados a recordarnos a nosotros mismos una y otra vez: Esto es agua. Esto es agua", explica al final.

Sí, es lo que parece, el maldito 'mindfulness', lo que se supone que es un estado de activa atención al aquí y al ahora. Wallace hace una defensa de lo que, llegado a la cuarentena, se ha percatado que es lo que importa: la vida concentrada, el trabajo duro, la compasión, la exigencia de no dar nada por sentado, la certeza de que tu existencia no es más importante que la de los otros, la necesidad de ser humilde porque, al final, un milagro somos todos.

Para muchos Esto es agua contiene una lección ya aprendida en la juventud, quizás hasta en la infancia, para otros es una evidencia que tarda décadas en tomar forma: se tarda en vivir de esa manera porque es la vida la que lo enseña. Esa píldora de sabiduría zen, redonda y delicada, fue editada en libro de la forma más ofensiva posible: troceada en aforismos. El escritor maximalista, aquel cuyos pies de página a menudo ocupan más que el propio texto, aparece en ese librito goteando artificialmente en sentencias lapidarias, con lo hermoso que es su ritmo.

Pero, al margen de qué producto se hizo de Esto es agua y de cómo caló en tantos, su importancia en la obra de Wallace radica solo en que muestra el punto al que la madurez hizo llegar al autor: al de un moralista, de un apóstol de la vida atenta, en palabras de su biógrafo D.T. Max.

En esa época Wallace escribía una novela sobre eso mismo. El rey pálido aspiraba a demostrar que el aburrimiento extremo —como esa especie de vacío elegido que es la meditación bien hecha, por ejemplo— puede dar paso a la plenitud, a la felicidad consciente. Es un giro impresionante si se tiene en cuenta que es justo el tema opuesto al de su anterior novela, La broma infinita, que aborda el ansia del entretenimiento y la insatisfacción que causa no poder saciarla. Para unos es la gran novela de fin de milenio, la obra maestra que define a la sociedad americana en un momento de cambio; para otros... pues eso, una broma infinita.

Parece imposible que ese libro haya cumplido este año dos décadas y, especialmente que, cuando se empezó a concebir, internet apenas lo usaran tres. Wallace comenzó a darle forma con un pie aún en un programa de rehabilitación, después de abandonar la universidad por segunda vez, en esa ocasión la escuela de postgrado en Filosofía de Harvard. Le habían dicho que si seguía bebiendo y consumiendo drogas a ese ritmo no cumpliría los 30 y reaccionó. Se metió de lleno en terapia de grupo de Alcohólicos Anónimos, algo que no abandonaría jamás. Le enervaba la simpleza de sus máximas, cómo le endosaban cualquier frase hecha como la de 'un paso cada vez' ante una crisis. Decía que le hacían daño al cerebro, pero, al mismo tiempo, perserveró y se dejó cuidar por el grupo, que admiraba su forma de hablar: nadie contaba sus cuitas como él, sus problemas adquirían toda su dimensión explicados así.

De esos años, salió otro. Para cuando empezó la promoción del libro poco quedaba del Wallace de su primera novela, La escoba del sistema. El éxito de La broma infinita —bastante impredecible viendo las tibias reacciones iniciales a los adelantos— lo cogió más centrado. Quería ser leído y quería ser admirado y, al mismo tiempo, se daba cuenta de lo inútil de ese deseo. Comprobó espantado cómo muchos alababan su obra sin que les hubiese dado tiempo material a leerla, cómo se destacaba lo graciosa que era cuando él no le veía el chiste por ningún sitio; cómo su libro, cuando llegó a los ojos de los otros, dejó ya de ser suyo.

Por la redonda efemérides de La broma infinita, en este 2016 ha llegado al mercado otro producto relacionado con Wallace y la novela: The end of the tour, una película basada en el libro que el periodista de The Rolling Stone David Lipsky escribió sobre los cinco días de gira promocional de esa novela que pasó con Wallace. La familia del escritor rechazó el proyecto desde el principio, recordando lo que cualquier fan sabe muy bien: que a Wallace le hubiera avergonzado que una estrella de Hollywood le interpretase, es el colmo del despropósito. ¿Los Simpson dedicándote un capítulo? Muy bien ¿Jason Segel haciendo de ti? Fatal. Y, sin embargo, qué fuerza la de un filme sobre dos edades de un escritor. Wallace ha triunfado, tal y como se entiende el éxito convencional y le parece que no merece tanto la pena. Vive en el pequeño Bloominton con sus dos perros, es un serio profesor de escritura creativa, un exadicto, depresivo desde la universidad, un escritor que ha picado como un minero para presentar algo al mundo que le parecía importante contar y que al mundo le pareció importante que se contara. Lipsky vive en Nueva York con su encantadora novia, acaba de sacar una novela corta sin mucha repercusión y mira a Wallace con tanta envidia que parece que la sudara por cada poro. Simultáneamente, todo el tiempo y sin llegar a decirlo más que con la mirada, el espectador sabe que Lipsky no podría vivir así, que si es de esa forma como se escribe una obra maestra, él se va a quedar sin escribir la suya.

Pese a la oposición de tantos al proyecto, no es una mala forma de conocer algo a Wallace. No es la mejor, claro, esa es su obra. Para muchos, la más accesible es la no ficción, divertida y siempre certera aunque fuese creativa, de forma que algunas cosas que incluye o no pasaron o no así o, al menos, no le pasaron a él. Es igualmente una prosa reluciente, que deriva muchas veces en carcajada como en Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, su crónica sobre un crucero de lujo que escribió tras pasar una semana entre su camarote y la biblioteca del barco. También este año hay novedades en ese terreno, al menos para el mercado español, ya que todos sus ensayos sobre tenis, incluido su famoso artículo sobre Roger Federer, salen ahora reunidos en un solo volumen.

Aunque la no ficción le salía ligera y fácil, lo que le quitaba el sueño y le removía por dentro era la ficción. Sobre la capacidad de mantener cierta producción constante, sobre la alegría de perderse en el papel y la frustración de no poder hacerlo escribía constantemente a Franzen y Delillo, a sus amigos de juventud, a sus editores y a su representante. Además de las novelas, tiene varias colecciones de relatos con piezas memorables. Pocos retratos de la adolescencia masculina, del preciso instante de click en el que un niño deja la infancia hay como En lo alto para siempre o de la soledad y aislamiento de la enfermedad mental como La persona deprimida.

Tampoco eso le llenaba del todo. Quería novelas, proyectos largos y absorbentes, catedrales que se apuntalan desde abajo y hacía por ellas lo que fuera. A La broma infinita le dio tres años y jornadas extremas de trabajo. Creó en ella una estructura única, un relato fragmentario que ha tenido segundas y hasta terceras olas de apasionamiento lector, gracias a los jóvenes que ya viven en internet, que aprecian esas historias dentro de las historias, que viajan por la red saltando de hipervínculo a hipervínculo y que en ella pueden hacer exactamente lo mismo dentro de un libro de papel. Entienden, quizás mejor que los lectores de los 90 que la encumbraron, qué pretendía el autor.

Para El rey pálido, ambientada en la Hacienda estadounidense, se apuntó a varios cursos universitarios de fiscalidad. Cogió ritmo, pero la feliz vida doméstica con su flamante esposa le limitaba un poco la dedicación. No le echaba tantas horas. En Todas las historias de amor son historias de fantasmas, D.T. Max presenta un retrato compasivo y delicado de Wallace sin saltarse ninguno de sus descensos a los infiernos, tampoco el último. El escritor deja el Nardil, el antidepresivo que llevaba más de una década tomando porque se convence de que le espesa la mente y porque ya había mejores fármacos en el mercado. Ninguno de los otros funciona y, aunque vuelve a su medicamento de siempre, no le deja tiempo a que haga efecto. Se cuelga a los 46 años de una viga del porche de su casa.

La biografía es tan hermosa y hace a Wallace tan de carne que te rompe el corazón cada tres páginas. Lo lees como una novela, deseando que al protagonista se le enderecen las cosas, olvidando que el final no es una elección. Para cuando llega, la verdad es que no sabes qué hacer.

Comentarios