'A sangre fría', una catedral de la paciencia

Capote rebosaba autoestima. "A veces, cuando pienso en lo bueno que puede llegar a ser este libro, casi me cuesta respirar", le escribió a Newton Arvin desde la Costa Brava, donde pasó varios veranos enfrascado en ‘A sangre fría’, un reportaje eterno que, cuando fue publicado en The New Yorker, no llegaba a los kioskos porque la gente se abalanzaba sobre los camiones de reparto. La expectación, diseñada al milímetro, fue una recompensa al ejercicio de paciencia y dedicación de Capote, la bendición al enamoramiento del autor con el periodismo de largo aliento. Fue también su cruz. Nunca acabó otro libro.
Truman Capote
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LA HISTORIA de A sangre fría empieza con Capote leyendo un periódico. Me guste o no el resultado siempre me interesan las ideas que nacen de un breve de la cuarta página; me encanta que esa selección de la realidad sirva para algo así. Es una excelente publicidad para un negocio que la necesita: "Lean la prensa, tendrán ideas".

Dicho esto, sorprende la de Capote. El escritor hojeaba el 16 de noviembre de 1959 The New York Times cuando, en la página 39, se encontró una columna que informaba del asesinato de un granjero, su mujer y dos de sus hijos en un pueblo de Kansas, a los que dispararon en su casa, tras atarlos y amordazarlos. Poco más. Nada se sabía aún del autor o autores del crimen, los Clutter no tenían enemigos conocidos, el pueblo no daba crédito. ¿Cuántos sucesos parecidos publica The New York Times en un solo número, en una semana, en un mes? ¿Por qué este y no otro prendió el interruptor de Capote?

"No había nada excepcional en él. Uno lee sucesos sobre crímenes múltiples muchas veces a lo largo de un año", admitió en una entrevista. La mente es caprichosa y fue la matanza de los Clutter la que se enganchó como espina en su garganta: uno sigue con su vida pero le fastidia lo suficiente como para tenerla presente. Al día siguiente, Capote llamó a William Shawn, editor de The New Yorker, y le propuso un artículo sobre cómo ese crimen afectaba a la pequeña comunidad de Holcomb.

Fue a Kansas con Nelle Harper Lee, su amiga de la infancia —fallecida el viernes pasado—, que acababa de terminar y enviar a un editor Matar un ruiseñor, donde aparece Capote bajo el nombre de Dill, un "Merlín de bolsillo". A sangre fría está dedicada a Lee, además de a Jack Dumphy, el eterno novio de Capote. Es un reconocimiento minúsculo si se tiene en cuenta que, sin Lee, Capote no hubiera podido escribir el libro tal y como lo hizo.

El escritor —amaneradísimo, voz de pito, vestimenta de dandy, enviado por una revista neoyorkina— era una flor exótica en Kansas, un extraterrestre que daba tanto que sospechar que, según su biógrafo, algunos en Holcomb llegaron a pensar si el asesino no sería él. Rasca tú algo en un pueblo perdido de Kansas siendo el rarito. Fue Lee, una mujer discreta, en la que la gente tendía a confiar inmediatamente, la que le abrió puertas, la que se hizo amiga —reconoció Capote— de «todos los beatos» y también de Marie Dewey, la mujer del sherif. Ella y su marido Alvin acabarían manteniendo una amistad con Capote por el resto de su vida y su contribución fue imprescindible para el libro.

La historia envolvió rápido al escritor y este enseguida volvió a llamar a Shawn para comunicarle que un artículo no era suficiente, que escribiría un libro, «la primera novela de no ficción», según se empeñó en decir. De esa categoría nace gran parte de la controversia que, con el tiempo, acabó asociada al libro: ¿Inaugura Capote un género, inventa él el Nuevo Periodismo? ¿es cierto todo lo que cuenta en él e importa que lo sea? ¿sigue siendo pertinente, tiene sentido seguir leyendo A sangre fría 50 años después de su publicación y especialmente en una época como la actual, de géneros fluidos y un renacer abrumador de la no ficción, cuando hay tantas otras opciones?

Pocas dudas hay de que A sangre fría es un buen trabajo periodístico, un reportaje eterno, de la exacta longitud que uno querría que durasen los reportajes de los temas que le interesan, con el grado de detalle que se ambiciona como lector. Capote realizó una investigación entregada cuyos frutos se ven en la obra, aunque, como en todo trabajo de reportero bien hecho, no utilizó la mayoría de material que recogió. Sin embargo, por una cuestión casi mágica que nunca podré entender bien, hay que tenerlo para que te quede redondo. No vale prescindir de algo porque no se logra averiguar, hay que poder elegir lo que se usa y lo que no, hay que tenerlo. Solo así funcionan las cosas y en A sangre fría funcionan.

El libro fue sometido a la revisión que una revista como The New Yorker tiene como bandera y la resistió. Sin embargo, es preciso recordar que ese fact checking de entonces no es el de ahora: si hoy se volviera a presentar un trabajo así, el revisor hablaría con los asesinos —"¿es cierto que usted pretendía robar de casa de los Clutter 10.000 dólares y acabó llevándose 50? ¿es cierto que dijo haber impedido la violación de la hija por parte de su compañero?"-. Entonces no se hacía. Aunque se ha llegado a decir que Capote se había inventado pasajes porque no había forma humana de que supiera qué había pasado en escenas en las que todos sus protagonistas estaban ya muertos o que había hecho un reflejo sui generis de otras situaciones porque jamás tomaba notas para no influir en el discurrir de una conversación —se jactaba de ser capaz de recordar con una exactitud del 92% todo lo que leyera o escuchara, decía que se había entrenado—, A sangre fría no es creación. En tal caso, es recreación y, como tal, como todo el periodismo pese a la aspiración de mero transmisor de muchos de los que lo ejercen, es siempre un poco mentirosa, un poco manchada por todo aquel que participa en su ejercicio: los que cuentan y los que escriben.

Lo que no es, pese a su empeño, es un género nuevo, aunque sí tiene su libro algo de estreno. Llevaba muchos años Joseph Mitchell en The New Yorker utilizando los recursos estilísticos de la ficción para escribir sus perfíles de excéntricos; Gay Talese ya había tirado de herramientas de la literatura para escribir, atención, crónicas deportivas en el periódico de su universidad y Lilian Ross recurrió a ellas también, y con mucho acierto, cuando siguió el rodaje de Medalla roja al valor, la película de John Huston,  publicando una serie de reportajes igualmente en The New Yorker y que salieron en 1952, catorce años antes que A sangre fría, en forma de libro, titulado Picture.

Y sin embargo, Capote —que siempre reconocía la influencia de Picture— intentó convencer a todos y a él mismo de la grandeza de lo que estaba haciendo, no solo una obra maestra, sino algo radicalmente nuevo. Es verdad que los reportajes literarios no tenían la extensión que acabó teniendo A sangre fría y, sobre todo, y quizás ahí está su aproximación más novedosa, estaban escritos por periodistas. Capote creía que la novela de no ficción era tarea de un escritor, un periodismo elevado al que solo tenían acceso los verdaderos expertos en recursos literarios. O sea, aquellos como él. Más bien él. Se sentía inaugurando una corriente.

A sangre fría muestra, quizás por primera vez de forma tan extensa, el enamoramiento de un literato por el periodismo, un oficio a menudo fantástico porque la realidad es subyugante. Que un asesino te cuente cómo ocurrió todo, por qué lo hizo y que tú seas capaz de ver en él al niño que fue, el camino que recorrió antes de llegar a la celda, y contarlo... si eso no engancha, no sé qué puede hacerlo. Capote se rindió a la historia, se exprimió, se encerró en España y en Suiza y durante años no hizo más que "vivir en Kansas", decía, borrador a borrador, carteándose frenéticamente con personas relacionadas con el caso para preguntarles cómo se llamaba la suegra de alguien o la distancia de una determinada casa al límite del condado. Al final, con el libro casi acabado y despues de "años y más años de tensión y envejecimiento", Capote tuvo que aguardar a que se ejecutara la sentencia de muerte por ahorcamiento para Dick y Perry, para tener un final. Decir que desesperó con las apelaciones y retrasos es quedarse corto.

Ese flechazo que sufrió con lo real es lógico, su pálpito puede enganchar más que la creación pura porque en el mundo inventado el creador vive solo hasta que comparte su obra; en la realidad siempre está acompañado, las historias tienen incluso la manía de seguir adelante sin ti, aunque no les prestes atención, y de hacerlo por caminos inesperados. Cómo no enamorarse de la sorpresa, de la historia independiente que va por su camino, a la que te acercas para contarla pero que te trasciende, en la que no mandas. Al mismo tiempo, cómo no sufrir cuando se las abandona y se pasa a otra cosa.

A Capote le ocurrió: celebró la publicación del libro con entrega, llenó teatros con sus lecturas, arrasó en ventas, se resarció de su encierro organizando el baile en el Baile en blanco y negro, al que acudieron todos los que importaban, amigos, enemigos y los que como Norman Mailer, fueron ambas cosas. Katharine Graham, invitada de honor, diría después que era la última vez que se podía celebrar una fiesta así: un desparrame frívolo en un país que se enfrentaba a lo más duro de la guerra de Vietnam y que había visto en directo el asesinato de un presidente muy querido.

Tampoco Capote volvió a tener otro año como ese. Nunca volvió a acabar libro alguno y nada de lo que escribió después rozó la redondez compacta de A sangre fría, una figura que no ha perdido 50 años después.

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