Miguel de Cervantes sobre una mesa en el trópico

En la plaza principal de La Ceiba, al norte de Honduras, hay una estatua de Miguel de Cervantes. Está sobre una base trapezoidal, que parece una mesa, y encima extiende sus ramas un árbol tropical. La donó Nicolás de Hierro, un comerciante de Burgos que llegó allí en 1887, puso un hotel y una pulpería , y se hizo una casa con galerías verdes delante de la línea férrea que ya no funciona.

Y ASÍ TENEMOS a Cervantes en el trópico, en el mundo de sensualidades y brisas, de aventuras y convulsiones, de cócteles y lluvias locas sobre las hojas. Tal vez ese calor no invite a leer mamotretos, a encerrarse en las bibliotecas, aunque esté lleno de pasados y evocaciones. Pero sí podemos tomar un cóctel intenso de pasajes de Cervantes, una mezcla palpitante y traviesa de páginas llenas de alcoholes, en sus 400 años.

Podemos tomar unas páginas de ese entremés, El retablo de las maravillas, en que unos tipos llevan por los pueblos de Castilla un tablado y dicen que hay muñecos maravillosos pero que solo pueden verlos los que no descienden de judíos o moros, y todo el mundo dice que el espectáculo es maravilloso, porque nadie quiere pasar por cristiano nuevo, y Cervantes se escojona del racismo y el papanatismo y la obsesión por la honra vacía y la farsa social. Mucho antes de que Andersen escribiera aquel cuento en que un niño dice que el rey no tiene ningún traje elegante, que el rey está desnudo, y pone en evidencia las gilipolleces de todos, ya Cervantes sabía lo que es estar hechos de viento y que las honras son muchas veces como los pedos.

O podemos saborear ese soneto al túmulo de Felipe II, Voto a Dios que me espanta esta grandeza, en que sin duda también hay cierta sorna contra ese rey atrabiliario que odiaba al Greco y la risa, en que un soldado dice que aquello valdrá millones y que el mismo rey muerto vendrá a admirar su monumento, y un valentón dice que todo eso es cierto y desafía a todo el mundo, "y luego incontinente,/ caló el chapeo, requirió la espada,/ miró al soslayo, fuese y no hubo nada". La risa, el cinismo latente, una especie de reventazón escondida, un antecedente remoto de Celine o de Kerouac, hay en esa burla de la retórica y los grandes aspavientos y las fatuidades. La literatura es lo contrario de la retórica.

O podríamos tomar ese trozo del Quijote en que un león melancólico, tal vez de vuelta de todo, cansado de las neurosis de los hombres desde que salió de la selva, se da la vuelta al ver a ese tipo que lo desafía, que inocentemente quiere vivir algo intenso, que quiere mostrar su valentía ante sí mismo, pero el león está aburrido, y se da la vuelta, y no le apetece matar en ese momento, y Cervantes alcanza la sublimidad de la paradoja o del surrealismo, y los fieros se vuelven tranquilos, y los canijos se vuelven fieros, y todo se trastrueca en la vida llena de asombros, y la literatura, sobre todo si es la Cervantes, da en el clavo de la vida y de sus momentos cumbre. Y así podemos sentir que Don Quijote es valiente y que no le teme a nada, y que el león es hermano suyo, o por lo menos un vividor de vuelta de todo, un bogart de la selva, que no encuentra gracia en destrozar a un tipo con ojos alucinados. Si fuera el gilipollas de Avellaneda haría que el león saliera de la jaula y le arrancara un brazo a Don Quijote y éste dijera cosas altisonantes aunque le faltara un brazo. Pero Cervantes había vivido demasiado y había escrito demasiado y sabía de sutilezas o de melancolías.

O podemos tomar el comienzo del libro segundo de Los trabajos de Pérsiles y Sigismunda, en que Cervantes reniega de la palabrería y los rollos, y dice que va al grano y a la fuerza del relato y a la intensidad de las palabras, al mismo tiempo que, como en el Quijote, al presentarse como traductor de una historia, hace llenos de vida a sus personajes, y también tamizados por la mirada de otro, o mejor tamizados por dos miradas, como diciendo que todo se centra en las palabras, y que al fin y al cabo las palabras literarias recogen la esencia de la vida, que la literatura rescata la vida: "Parece que el autor de esta historia sabía más de enamorado que de historiador, porque casi este primer capítulo de la entrada del segundo libro le gasta todo en una definición de celos, ocasionados de los que mostró tener Auristela por lo que le contó el capitán del navío; pero en esta traducción, que lo es, se quita por prolija y por cosa en muchas partes referida y ventilada, y se viene a la verdad del caso, que fue que cambiándose el viento y enmarañándose las nubes, cerró la noche oscura y tenebrosa, y los truenos, dando por mensajeros a los relámpagos", etc.

O podemos coger un trozo de El coloquio de los perros, esa novela corta en que dos perros cínicos y auténticos se dejan de macanas y presentan la vida de sus amos tal cual es, a ras de tierra, como harían en el siglo XX Bukovski o Pedro Juan Gutiérrez, dos perros descubren con asombro que pueden hablar, como deseaban siempre, y deciden hacerlo toda una noche —tenía que ser de noche, la noche es loca— y poner en las palabras sin retóricas todo el desgarramiento de su existencia. Pero lo mejor de todo es que Cipión da a Berganza unos consejos mejores que los que se oyen en cualquier taller literario: "Y quiérote advertir de una cosa, y es que los cuentos unos encierran la gracia en ellos mismos, otros en el modo de contarlos —quiero decir que algunos hay que, aunque se cuenten sin preámbulos y ornamentos de palabras, dan cuento—, otros hay que es menester vestirlos de palabras , y con demostraciones del rostro y de las manos, y con mudar la voz, se hacen algo de nonada, y de flojos y desmayados se vuelven agudos y gustosos". ¿Hay mejor forma de decir mucho antes de Novalis que lo conocido esconde la gracia de lo desconocido si encontramos las palabras que lo descubra?

O podríamos coger la inquietud y la angustia y la pura vida del licenciado Vidriera, ese tipo que como don Quijote está lleno de sabiduría y de cultura, pero tiene miedo porque está hecho de cristal como todos nosotros, porque está hecho de tiempo y de vidrio como todos, y como es de cristal es más lúcido que los demás —algo similar diría Heidegger mucho después—, y dice que los poetas son pobres porque quieren, porque si sus damas tienen cabellos de oro, frente de plata, ojos de esmeraldas, dientes de marfil, bien podrían vender todo eso en el mercado y ser ricos. Cervantes no quiere la literatura como pura palabrería, para él es nombrar las inquietudes esenciales de la vida, hacer que vibremos sin hinchazones. Y siempre hay en él una socarronería, una ironía angustiada, una emoción desnuda y descarnada, que como la hierbabuena pueden dar un toque amargo a un cóctel delante del viento y las muchachas en el norte de Honduras.

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