Lo primero que llama la atención cuando se llega a Montmeló es que el pueblo es muy, muy pequeño, tanto que su calle principal apenas es capaz de contener a la muchedumbre que vomita la estación de tren y que, además, una vibración especial flota en el ambiente. Un río de gente –este año teñido notablemente de verde– cruza Montmeló sin apenas hacer ruido, rumbo al Circuito de Cataluña, que queda a unos dos kilómetros siguiendo una estrecha carretera bordeada de árboles.
La locura de la Alonsomanía, que jamás se había ido del todo, ha vuelto con más fuerza que nunca este año y se nota. Hablo, nada más llegar al pueblo, con uno de los responsables del Circuit y me dicen que sus estimaciones son de unos 120.000 asistentes para el día de la carrera. La cifra es apabullante, pero me la creo, porque el viernes, que apenas hay actividad y solo consiste en entrenamientos libres, ya había más de cincuenta mil espectadores animando en las gradas. Lo dicho, una locura.
Al llegar al Circuit atravieso a toda prisa la fan zone, un espacio abigarrado lleno de atracciones para los aficionados, como simuladores de cambios de ruedas o podiums para hacerse selfies, en dirección a una puerta en concreto. Por el camino dejo atrás docenas de puestos de venta de merchandising a precios astronómicos -una camiseta sencilla de Aston Martin cotizaba este fin de semana a 90€, para que se hagan una idea- pero por fin llego al acceso del túnel.
Hay un pasillo, largo y con las paredes blancas cubiertas de haces de cables, que pasa por debajo de la recta principal del circuito. Es uno de los pocos caminos para llegar a la zona de boxes, donde los equipos levantan sus monstruosos motorhome y su acceso es restringido. Después de mostrar mi pase de prensa cruzo el túnel, y escucho desde debajo el rugido de los monoplazas que cruzan sobre mi cabeza a toda velocidad.

Una vez que confirmo de nuevo mi identidad en el torno de acceso, me abro paso entre la gente que camina entre los cuarteles generales de los distintos equipos. Enseguida me doy cuenta que hay tres tipos de personas: los miembros de equipos, ya sean de relaciones públicas, mecánicos o ingenieros, perfectamente uniformados y a los que se les ve entre sonrientes o nerviosos, según cómo les vaya el fin de semana, pero en todo caso, siempre atareados. La segunda categoría es de tipos como yo, periodistas fotógrafos, estos últimos siempre cargados de teleobjetivos, mochilas y chismes varios. Pero hay una tercera categoría, la de los invitados VIP, gente que ha pagado una media de cuatro mil euros –no, no me he equivocado– para poder disfrutar de la posibilidad de pasear por el paddock y, quien sabe, quizás tener un encuentro casual con algún piloto o famoso.
Hablando de esto, me cruzo con Carlos Sainz –el padre, el corredor de rallies– y charlo con él un rato. Nos hacemos juntos la misma foto de todos los años, bromea diciendo que cada vez se nos ve más viejos y se va a toda prisa. Le entiendo. El domingo no es un día para demasiadas conversaciones. Hay mucha tensión y nervios en el aire, sobre todo cuando tu hijo sale en la primera línea de la parrilla de salida. Por eso mismo, apuro el paso, porque he quedado con Tom.

Tom trabaja para Pirelli, el proveedor oficial de neumáticos de todos los equipos y le pillo cerca del box de McLaren, haciendo un chequeo rutinario de las gomas usadas el día anterior. Tom toma temperaturas, calibra sus instrumentos y, al final, con algo parecido a una espátula como la que pueden tener ustedes en su casa, raspa un tira de goma de una de las ruedas y la guarda en una bolsa, que irá a los laboratorios de la marca.
Tom es una de los cientos de personas que se entrecruzan a diario por el paddock, un circo ambulante que, una vez que termina la carrera y se han entregado los premios, se desmonta en un abrir y cerrar de ojos y parte en dirección a la siguiente marca del calendario.
Suena excitante y lo es, sin duda, pero también resulta una vida dura y sacrificada. Casi toda esta gente se pasa más de la mitad del año sin tener un lugar al que llamar casa, saltando de país en país. El porcentaje de matrimonios rotos y separaciones en el mundillo es mucho más alto que en cualquier otra profesión. Y sin embargo, todos siguen en esto, enganchados a esta emoción que, entre ruido estruendoso y olor a goma quemada y gasolina, resulta embriagadora.
Me acerco hasta el pit lane, para echar un último vistazo antes de subir a las gradas y mezclarme con el público. La F2, una categoría intermedia, está a punto de arrancar. Un rato antes he podido estar un momento con Pepe Martí, el ganador de la carrera de F3, la joven promesa en ciernes del automovilismo español. Se le ve tan joven cuando estás a su lado que resulta difícil creer que sea la misma persona que estaba conduciendo a toda velocidad apenas unos minutos antes. Así son los pilotos, una mezcla entre estrella de rock, críos kamikazes y superdotados al volante. Hasta el menos bueno de ellos hace cosas con un monoplaza que no están al alcance de cualquiera.

Por fin, me voy corriendo a la grada principal, donde me confundo entre miles de aficionados, muchos de ellos vestidos con las camisetas de sus equipos favoritos. Se escuchan idiomas y acentos variopintos, pero todos están entremezclados sin ningún problema. Desde lo alto de la grada veo en las pantallas una toma aérea del circuito y no puedo evitar pensar que la estimación de asistentes que me habían dado por la mañana se ha quedado corta.
Pero, me digo, al fin y al cabo no es tan raro. Esto es la Fórmula Uno, posiblemente uno de los mayores espectáculos del mundo. Y entonces, en ese momento, la luz se pone verde, un rugido atronador sube por la grada y todo empieza a rodar.