La huella de Ramón Sampedro veintitrés años después

Su amigo Xosé Lois piensa que su colega se encontraría en este momento "medianamente satisfecho" con la Ley de Eutanasia, aunque cree que le pondría ciertos reparos
Ramón Sampedro SALVADOR SAS
photo_camera Ramón Sampedro. SALVADOR SAS

Ramón Sampedro Cameán, en sus propias palabras "una cabeza pegada a un cuerpo muerto" por las consecuencias de una fatal zambullida en la playa de As Furnas, ingirió el 12 de enero de 1998 un veneno que provocó su fallecimiento.

Una dosis letal de cianuro a la que recurrió por la inexistencia de una ley para la eutanasia que se ha hecho esperar veintitrés años y que este jueves será aprobada por el Congreso de los Diputados.

La habitación del tetrapléjico gallego, en la aldea de Sieira, en Xuño (Porto do Son, A Coruña), está igual que entonces. Absolutamente nada ha cambiado.

Sobre la cama, cubierta con un edredón impoluto, tres fotos del primer español en reclamar ante los tribunales el derecho a una muerte digna, en una de ellas sonriendo. Y, encima de la cabecera, el teléfono, muy próximo, por uno de los laterales, a las cuartillas en las que este marino mercante, que sufrió el accidente en 1968, a los 25 años, escribía.

En el resto del cuarto, la televisión que podía girar en uno u otro sentido, el tocadiscos, los libros (era un devoto de Pablo Neruda), un peluche, y los dos ventanales a través de los cuales veía el mar y que se abren a diario para ventilar la estancia.

Manuela Sanlés, su cuñada, hoy octogenaria, abre la puerta a Efe, tras surcar un pórtico de viñedos y pasar por debajo de un enorme naranjo, todo ello antes de cruzar el umbral de la puerta.

Con ella, su marido, José, hermano de Ramón, de 85, el cual guarda un asombroso parecido con el difunto. El matrimonio se vacunará contra la covid-19 este viernes, coincidiendo con el santo de él.

Le resulta más sencillo a José, o Pepe, hablar de la pandemia que de la reivindicación del que ya no está pero que sigue muy presente.

"Todavía aún hoy no me lo creo", señala sobre el suicidio asistido, un concepto que, por supuesto, ni menta. Tampoco habla de eutanasia, pero, sin pronunciar esa palabra, sí puntualiza: "Para él, no la quería. Pero él quiso. Me propuso muchas cosas".

Al principio creyó José que Ramón no iba en serio, pero cuando falleció la madre de ambos, Isolina, víctima de un cáncer, vio a su único hermano varón (la tercera es una hermana) más perseverante.

Ramón lo pasó muy mal una vez que se cayó su progenitora porque él, postrado sobre un colchón, no podía ayudarla. Tampoco consiguió hacer nada cuando una sobrina suya se estaba atragantando. En un percance y el otro, únicamente pudo gritar como un loco para pedir auxilio.

José rememora que Ramón lo que ansiaba era la norma que él tanto reivindicaba, hasta el punto de llegar al Parlamento Europeo. "Me decía: yo quiero que salga esta ley, que es la que yo pido. Las autoridades tienen que cumplir con lo que nosotros pidamos". Pero no lo hicieron. No encontró apoyo en la justicia y tampoco en la clase política de la época.

Manuela no puede evitar temblar y mostrar resignación: "Estaba cansado. No había quien le sacase la idea. Aquí tenemos todo lo suyo, la varita con la que pasaba las páginas, la pluma que manejaba con la boca, el ventilador para el calor del verano". "Falta él".

Pepe Vila era un íntimo amigo de Ramón Sampedro, desde la niñez. Compartieron escuela y oficio. Los dos navegaban y se intercambiaban cartas. El día que Moncho quedó inválido de cuello para abajo, iba a pedir la mano de una prima hermana de la mujer de Pepe. El día en que Ramón se quitó del medio era el cumpleaños de Pepe, que vino al mundo el 12 de enero de 1945. Nunca comentó con él la razón por la cual había elegido ese día para partir.

Cada año Pepe organiza un acto de recuerdo y agradecimiento a Sampedro, al que reconoce su "dedicación" a la defensa de un derecho fundamental con "esfuerzo y sacrificio". La suya no era "una ocurrencia" y sí una demanda "responsable, meditada y con todas las consecuencias".

Cada año, en el domingo más próximo al 12 de enero, se le honra en ese arenal virgen, un paraíso para los surfistas, con una roca, la piedra más conocida, desde la que cayó Ramón y que se encuentra a cuatro metros de altura.

Hay un monumento con un busto hecho por el ayuntamiento, pero que ni de lejos es el que más gusta a Pepe y a Xosé Lois Vilar, otro de sus compañeros de andanzas. Los dos se sienten más cómodos ante una placa con la siguiente inscripción: "Ramón Sampedro Cameán. Defensor de la vida y de la muerte. Marinero en tierra. Poeta, vecino y amigo".

Xosé Lois piensa que su colega se encontraría en este momento "medianamente satisfecho". El comentario lo hace con cautela y dejando claro que interpreta lo que él podría experimentar. Opina que Ramón pensaría que se abre la puerta a atender una necesidad humana de gente que se ve muy al límite, y eso es interesante, pero a la par dictamina que se quejaría de la burocracia. "Porque hay que decir que esta ley no recoge todas las expectativas y que tiene serios problemas en lo que se refiere a la tramitación. Hay que empezar por tres médicos, una comisión. Vamos, que si no tienes una familia, unos compañeros que te arropen mucho, que te ayuden en el tránsito, pues esto no es nada fácil". 

Él, Ramón, apunta, siempre soltaba que "vivir es un derecho, no una obligación; tenía una concepción de la vida como un goce que tú puedes experimentar" y era muy contrario a la idea de "aguantar". "Para él la norma se quedaría corta", considera. Con todo, Xosé Lois se muestra convencido de que se va a seguir avanzando porque "entendemos que hay una pedagogía del tiempo", pues hace un tiempo también los cuidados paliativos "eran vistos de aquella manera", y no había instrucciones previas, y tampoco últimas voluntades, enumera.

Y agradece enormemente la labor de Derecho a Morir Dignamente (DMD), pues su trabajo ha sido y es clave, al tiempo que lamenta que se haya llegado a este momento después de que muchos ciudadanos se hayan tenido que ir en "malas circunstancias".

José estaba en la mar cuando se enteró del percance de su hermano. Supo lo ocurrido tres meses después, cuando recibió un telegrama en el puerto de Nueva York. No pudo viajar a casa hasta que su barco, alemán, alcanzó Hamburgo. Cuando llegó a Galicia, se dirigió rápidamente al sanatorio en el que estaba su hermano, acompañado por su padre, Joaquín. "Le vi en la cama. Sonrió. Me dijo que ya no tenía cura". La cabeza la movía. El resto del cuerpo, inerte.

Pepe, ante su nicho, refrenda que eso de que "cabeza viva" lo definía perfectamente. "Viva, muy viva, era un lumbreras". En la escuela los dos sumaban, restaban, multiplicaban, dividían, leían y escribían lo justo. Tenían un profesor, Fernando Manuel Vázquez, enterrado muy cerca de Ramón, que era una eminencia. Y Ramón acabó siendo como aquel maestro. "Pero se hizo. De jovencito era del montón", destaca Pepe.

Ramón descansa entre su madre, que murió con 71 años, el 13 de mayo de 1980 y su padre, que se fue con 94. Sobrevivió a Ramón dos años. No pudo soportar el pase televisivo del momento de la muerte de su hijo.

Ramón Sampedro dejó 45 largos minutos con sus últimos momentos y una carta dirigida a las autoridades y a la sociedad española en general.

"Es una tortura estar siempre pegado al cuerpo muerto", "la vida es otra cosa", "no me salen las cuentas de la felicidad", confesaba alguien que intentaba mantener un semblante afable y que empatizaba con los niños, a los que hacía creer que los pellizcos le dolían.

Ramón Sampedro inició un debate en el que, finalmente, embarcó a todos. 

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