Mano que mece el mundo

"En mi pueblo, la librería parecía San Andrés de Teixido, donde los ofrecidos tiraban monedas al túmulo del mostrador a la espera del milagro del libro convertido en carne"

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Dice Juan Tallón que Nos vemos en esta vida o en la otra, de Manuel Jabois, es un libro que se lee solo, sin manos. Pendiente de lectura, recuerdo aquellos que se leían con una sola mano. Las edades de Lulú, en edición rosa de Tusquets, con su ojo-coño de la cerradura que preludiaba una sonrisa vertical, por ejemplo.

Llegaban a casa otros del Círculo de Lectores, pretendidas novelas eróticas envueltas en celofán romántico —ahora la llaman ‘chic lit’— que no pasaron de la tercera página. En ellas, nadie mordía diminutas porciones de jersey granate como Lulú, muy excitada, pues era la primera vez que salía con Pablo, la primera vez que salía de noche y la primera vez que salía con un tío que tuviera coche.

Libros que se leen con una mano, o con la otra. Hasta las ideologías se masturban: la mano prieta, férrea, segura de la derecha, previsible, acometidas de ley y orden; la mano volátil, soñadora, interpuesta de la izquierda, caótica, la paja de lo posible. Hay quien prefiere sujetar el ejemplar con firmeza y quien opta por un mástil trémulo donde el volumen ondea como una bandera flácida. Los políticos, en cambio, buscan la centralidad, que es la España que no lee.

Supongo que compré Las edades de Lulú en la librería Brañas, la única. Artículo determinado: la. Artículo indeterminado: una. Mi pueblo era determinado: el pueblo, la bolera, el cementerio, la sala de máquinas, el campo de la feria, la sala de fiestas, el parque, la biblioteca. En un sitio así, la librería parecía San Andrés de Teixido, donde los ofrecidos tiraban monedas al túmulo del mostrador a la espera del milagro del libro convertido en carne.

Entonces no había descargas, ni siquiera bookcrossing, pero la novela de Almudena Grandes fue el gasto más amortizado de fin de siglo. Es cierto que, cuando a mi padre lo operaron de la próstata, las visitas aprovecharon la ocasión para despellejar la estantería, pero los ejemplares de Manuel Rivas o Suso de Toro apenas tuvieron recorrido. Tal vez ejercieron de prótesis de un mueble cojo o, en el mejor de los casos, pasaron a cubrir el hueco de otra librería. A saber si fueron leídos. Conclusión: no presten libros, regálenlos.

Las edades de Lulú, en cambio, amaneció en la mesita de noche de mi padre, entre la biografía de Carrero de Javier Tusell y las conversaciones con el rey Juan Carlos de José Luis de Vilallonga. Lulú era la ternera roja, muy poco hecha, entre dos rebanadas de pan amoldado a la Transición, tan fresca antaño y hoy resesa, un adjetivo sin equivalente fiel en español que define la hogaza que perdió sus propiedades debido al paso del tiempo o a una prolongada exposición a la democracia. Un mal día, quizás un 23-F, el libro desapareció y su espacio lo pasó a ocupar un ejemplar de ‘La Aventura de la Historia’, que editaba Pedro Jota. Un emparedado asimétrico, claro.

Nadie supo del ausente y yo no tuve el valor de preguntarle a mi padre qué había sido de la novela, como él tampoco lo había tenido años antes para interrogarme sobre el destino de sus ‘Interviú’, que yo procuraba comprar en la papelería Basi, pues en la de San Ramón las enrollaban con papel de estraza para evitar que el recadero cayese en la tentación. El Grupo Zeta me proporcionó las primeras alegrías, valga la paradoja, en solitario, aunque la revista era poca broma: Lasa y Zabala, el Lobo, Rafi Escobedo, el Nani, la Dulce Neus, los calzoncillos de Roldán y Marta Sánchez como trasunto de Marilyn Monroe. Todo por cien pesetas, mucho antes de los todo a cien.

Mi hermana había crecido. Poco después de la desaparición, confesó, con los mofletes inflamados, que había estado toda la madrugada en vela leyendo las correrías de Lulú, cuyo primer roce con Pablo había sido manual. "Seguí yo sola. De golpe, me sentía segura. Esa era una de las pocas cosas que sabía hacer: pajas. El verano anterior, en el cine, había practicado bastante con mi novio [...]. Procuré concentrarme, hacérselo bien, pero él me corrigió enseguida. “¿Por qué mueves la mano tan deprisa? Si sigues así, me voy a correr”. No entendí su advertencia. Yo creía que había que mover la mano muy deprisa".

Le había imprimido el mismo ritmo a la lectura y le sobró noche. Yo tragué saliva, acepté de buen agrado la devolución y sólo acerté a decir si le había gustado. Una pregunta retórica, tan estúpida como si le preguntase hoy a mi sobrina qué le ha parecido Frozen. Resuelto el misterio de la evanescencia, me lo pidió Diego o Marcos, no recuerdo bien de quién era más amigo entonces. Lo bueno de los hermanos gemelos es que durante la adolescencia puedes alternar el grado de amistad en función de rasgos pasajeros tan triviales como la altura, el acné, las gafas o la pericia con el futbolín. Diego se ponía lentillas y crecía su interés por las chicas, por ejemplo, mientras que Marcos pegaba un estirón y se enganchaba a Songoku. O al revés.

El caso es que el libro fue a parar a la casa de los gemelos, y a partir de ahí le perdí el rastro. Jamás sondé a Diego (ahora, el bajo y, para algunos, el feo) sobre su destino. Tampoco le pregunté a Marcos (ahora, el alto y, para otros, el guapo) si lo escondió encima de una viga del desván o si, como me gustaría pensar, corrió por su casa de mano en mano: la de su padre, la de su madre, la de su hermano Carlos y, así, hasta la mano, quién sabe si izquierda o derecha, de una prima lejana que entendiese que morder un jersey granate puede resultar incluso más excitante que leerlo, aunque la aspereza de la lana chirríe entre los dientes.

Me acuerdo de Lulú mientras suena Circo Incandescente, un disco apto para ser escuchado con ambas manos ocupadas. La historia de una pasión en doce canciones compuestas por Gunnar Vargas. En su ciudad, Sao Paulo, hay una calle que resume todos los amores y hasta da para un chiste: "Casamento é igual à Avenida Paulista: começa no Paraíso e termina na Consolação". La traducción literal no siempre es aconsejable si falla el contexto. En este caso, Paraíso es un barrio y Consolação da nombre a una avenida y a un distrito, aunque hay veces que el interlocutor puede pillar el sentido aun desconociendo el entorno.

Durante una entrevista televisiva, otro que escribía canciones para follar, Serge Gainsbourg, le espetó a una jovencísima Whitney Houston que quería hacer el amor con ella. El presentador intentó corregir sus palabras, pero el cantante francés insistió en inglés: "I want to fuck her". No había lost in translation posible, por mucho que Michel Drucker interpretase el exabrupto como un "Tu es très jolie", vano intento de rebajar con agua el contexto del Pernod. Cuando, para excusarse ante Houston, el presentador le echó la culpa a la trompa que llevaba encima, Gainsbourg montó en cólera: "No estoy borracho. Hoy no estoy borracho". El ocaso de la biografía del artista cabía en ese "hoy".

Era 1986 y la versión original de Je t'aime... moi non plus salía a la luz. Había sido grabada dos décadas atrás, pero Brigitte Bardot le pidió entonces que no la publicase, por lo que volvió a grabarla con Jane Birkin, cuyos gemidos en inglés no necesitaron traducción alguna. Cuando la cantante británica no soportó el humo de sus Gitanes, Gainsbourg encontró una nueva voz para sus canciones. Con Bambou, su última mujer, tuvo un hijo llamado Lulu. Cualquier parecido con Lulú es pura coincidencia. Físicamente, palo y astilla tampoco se parecen en nada, excepto a la hora de elegir compañera de dueto. El chico ya ha cantado con Scarlett Johansson, Anne Hathaway y Ara Starck. Eso es tener mano izquierda.

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