Manual para una secta

‘84 Charing Cross Road’ es un libro, un librito, sobre una secta multitudinaria, la de la gente que lee. Es también un librito sobre la amistad, sobre la sutileza y la manera imperceptible con la que llegan algunas de las que te cambian la vida, cómo no tienen por qué ser las relaciones frenéticas y arrolladoras las que lo modifiquen todo, cómo uno no se puede imaginar hasta dónde la semilla de una sencilla y pausada puede llegar a prender.
Ante una librería
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"AQUÍ TIENEN una delicia: un libro del siglo XIX en el mundo del siglo XX. Le robará una hora de su tiempo y le reconciliará con la humanidad". Cuántas veces se le habrá atribuido esa capacidad a un libro, cuántas fajas se habrán escrito calificando unos y otros de "pequeñas joyas", "caramelos", de "historias que permanecen con uno largo tiempo". Cuántas veces es mentira y el lector acaba encontrando que el encanto es forzado, una pantalla, que le conmueve poco o nada, que el márketing exagera y que, en lo que se refiere a los libros, lo que persigue es que se compren, no tanto que se lean.

A 84 Charing Cross Road se le pueden aplicar todas expresiones manidas y resultan ciertas, así que la cita del crítico del New York Times sigue vigente también en el siglo XXI. La recopilación de cartas que durante dos décadas intercambiaron la autora, Helene Hanff, y el librero Frank Doel es una historia humilde pero fantástica que, desde su publicación en 1970, no se deja de editar y leer y de la que se conocen pocas críticas negativas, algo muy paradójico si se tiene en cuenta la carrera de la autora hasta ese momento.

Helen Hanff (Philadelphia, 1916) se dedicó toda la vida a escribir, fundamentalmente obras de teatro que nunca se llevaban a escena. Había nacido en una humilde familia de inmigrantes que iba todas las semanas a ver una representación como otras van a misa. Su padre vendía camisas y las intercambiaba por entradas y ella nunca contempló más destino que el de hacerse escritora.

Fue a la universidad un año, que fue el período para el que consiguió una beca, y a partir de entonces confió su educación a Quiller Couch, un profesor de Cambridge —también escritor de ficción que firmaba como Q— del que compró todos sus volúmenes didácticos sobre lengua inglesa, leyó lo que recomendaba e icluso estudió latín y griego clásico para poder hacerlo. En Q,s legacy, una especie de memorias sobre su vida lectora, Hanff recuerda su dieta diaria durante una temporada: dos horas de Q, dos horas de Milton, dos horas de Shakespeare y una hora de ensayos ingleses, a los que llama el postre. Así, su universidad se prolongó décadas.

Fue "estudiar con Q" lo que la llevó al 84 de Charing Cross Road. Hanff, que por entonces vivía ya en Nueva York pasándolas canutas para llegar a fin de mes, era una compradora de libros particular: solo adquiría lo que ya había leído y estaba segura de querer poseer y lo que ansiaba poseer eran libros antiguos, ingleses, muchos fuera de circulación o que solo se encontraban en librerías intocables en las que todo era tan lujoso que le avergonzaba entrar. Vio un anuncio de la librería londinense Marks and Co en el periódico y en 1949 escribió una carta con un pedido advirtiendo que lo hacía pese a asociar la expresión libreros anticuarios a muy caro y a no poder pagar más de cinco dólares por libro. Charing Cross Road es la calle de las librerías de libros antiguos de Londres, que incluso hoy en día, con un mercado editorial apabullante de segunda mano y edición rápida que también ha llegado allí, están llenas de libros entelados y cosidos, papel de biblia de filo dorado y primeras ediciones. Ninguno ya a 5 dólares, desde luego.

Las cartas son un prodigio, un partido de tenis bellísimo, entre una señora neoyorkina excéntrica y un librero inglés flemático. Van y vienen con humor, con cotidianeidad, con retazos de vidas muy distintas. Es quizás por la hábil presentación de los estereotipos que tuvieron tanto éxito desde el principio. Hanff es, para los ingleses, la típica escritora de Nueva York, bohemia y sin un duro, que hace picnics en Central Park, que ve jugar a los Mets, que deja Broadway para escribir guiones para la televisión, mientras conserva un refinadísimo gusto lector, una anglofilia evidente y un tono despreocupado en todas sus cartas. En la segunda ya se chotea de que la llamen madam y en la tercera les pregunta, en mayúsculas, probando que no hubo que esperar al correo electrónico para que las mayúsculas sirvieran para gritar por escrito, "qué porquería de biblia protestante" es la que se han atrevido a mandarle. A su vez, Frank Doel es correctísimo y complaciente sin resultar servil y sus cartas, una ventana al Londres de la posguerra. Casi enseguida Hanff empieza a enviar regularmente comida a la librería, paquetes con una selección de productos imposibles de encontrar en Londres debido a los racionamientos, desde un jamón cocido hasta los preciadísimos huevos, con lo que acaba escribiéndose también con otros empleados de la librería o con la mujer de Doel y hasta con su anciana vecina. Así hubieran seguido de no ser por la repentina muerte de Doel en el 69 a causa de una peritonitis. Poco después cierra la librería y Hanff, que ahorró mil veces para un viaje a Londres y siempre vio frustrados sus planes, se lamenta porque nunca conocerá a su amigo en persona y nunca verá su librería.

Hay muchos escritores acostumbrados al fracaso y ella lo es: sobrevive, pero muy justa y, pasados los 50, empieza a ser consciente de que es una constante en su obra y no el camino previo al acierto, a dar con el resorte adecuado, a hablar y ser escuchada. A una persona así jamás se le iba a ocurrir lo que 84 Charing Cross Road , que concebió inicialmente como artículo y que cuando se le propuso editar como libro calificó de locura, podía llegar a ser.

No fue solo que, por primera vez en una década, pudo ponerse al día de sus deudas, sino la abrumadora devoción con la que fue acogido, la certeza de los lectores de que la conocían, que le dispensaran el trato de una amiga, las formas múltiples en las que el libro tocó a gentes disparísimas. "El libro gustó solo a un pequeño porcentaje de lectores así que sus ventas fueron lo que los editores llaman educadamente modestas. Pero lo que a sus lectores les faltaba en números lo compensaron en fanatismo. No fue hasta un par de años más tarde que leí en un informe que 84 era lo que se conoce en el mundo editorial como un libro de culto, pero desde el principio eso es lo que fue", explicó ella misma.

Para entonces, la fiebre había llegado a extremos que la asombraban a diario. Con un libro en el que su dirección postal salía en cada página, le llovieron cartas, que cuando el libro se publicó en el Reino Unido se multiplicaron exponencialmente. Recibía llamadas peregrinas, de adolescentes que le pedían en matrimonio, mujeres humildes a las que su marido regalaba una llamada de larga distancia para hablar con la autora porque nada les hacía más ilusión, de una esquimal que aprovechaba los últimos momentos antes del invierno y la reclusión para felicitarla.

Gracias a 84, visitó al fin Londres, donde amigos a los que llevaba años queriendo sin haberles visto la cara y otros nuevos la pasearon por su Inglaterra literaria, arriba y abajo, dando entrevistas para mil medios y siendo tratada con una devoción que los ingleses solo reservan para quien demuestra absoluta rendición a su cultura. Volvió cuando el libro se adaptó al teatro, y en el estreno comprobó extrañada como todo el patio de butacas lloraba al unísono, recordando un Londres que ya no era, el de la escasez y solidaridad, en el que una docena de huevos daba para varias familias, como si los valores pudiesen ejercerse solo si la vida te obliga y añoraran tener la oportunidad de practicarlos.

El viaje de ese librito fue frenético. La BBC lo adaptó para televisión con una minuciosidad que la dejó apabullada: incluso recogieron sus libros de su apartamento de Nueva York y los restauraron para mostrar los originales. Se empezó a traducir a otros idiomas y también se adaptó al teatro en Broadway, aunque sin el éxito que había tenido en Londres. Allí nadie se emocionaba por la posguerra y sus estrecheces. Sin embargo, pequeñas compañías profesionales y de aficionados empezaron a llevarla a escena por todo el país y más allá. Le llegaron programas de Australia y Suráfrica.

A partir de 84, Hanff solo escribió sobre ella misma. En la decisión de hacerlo hay algo de hallazgo feliz, pero también melancólico por el adiós del teatro y los guiones, por una vida dedicada a algo que ha resultado no funcionar y porque lo hiciera, precisamente, aquello que construyó sin intención, sin propósito, simplemente viviendo. Esa paradoja, la del éxito muy tardío e insconsciente en el caso de una mujer que trabajó afanosamente para conseguirlo con otras obras, con cualquiera de ellas, resulta incluso dolorosa. Hanff, que disfrutó de sus viajes y de la apasionada entrega de sus lectores, siguió, en realidad, casi viviendo al día y ni las traducciones, ni las ventas ni la adaptación al cine, con Anne Bancroft y Anthony Hopkins en los papeles protagonistas, evitaron que muriera sin un duro en una residencia de ancianos.

En el estreno de la obra en Broadway ya se reconocía "un poco ajena", le costaba creer que todo aquello tuviera que ver con ella. "He pasado veinte años produciendo piezas teatrales que nadie ha querido nunca producir y, ahora, en el momento en el que estoy a punto de retirarme, alguien crea de pronto un espectáculo a partir de una correspondencia que inicié ahora hace treinta años", reconoció.

Tras de sí dejó un libro pequeño y delicado, un manual ligero para una secta que no deja de crecer, la de los que aman los libros y, en torno a ellos, hacen amigos.

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