Maravillas de arena y piedra en tierra beduina

Petra y el desierto de Wadi Rum, los enclaves monumentales de Jordania, se encuentran guardados por un pueblo que está la altura de la fascinación eterna de estos lugares
El Tesoro, la imagen icónica de Petra, queda iluminado con velas varias noches a la semana
photo_camera El Tesoro, la imagen icónica de Petra, queda iluminado con velas varias noches a la semana

MAHMOUD EL LEÓN aguarda paciente en la sombra, apostado en una de las principales arterias que recorren Petra, una de las siete maravillas del mundo. Viste camiseta raída y vaqueros, se recoge la melena rizada con pañuelo y enmarca su media sonrisa pícara con bigote, perilla y patillas tan perfiladas y magras como su rostro. Con modales de dandy, cede su asiento a la turista y, recreándose en el gesto, le pinta los ojos con una muestra del kohl beduino que vende, tradición de su pueblo y que él mismo usa para tupir sus pestañas, dar profundidad a su mirada y, además, proteger los ojos del polvo del desierto. Mahmoud chapurrea tres palabras en español, con las que regatea y despacha, con cierto ademán desdeñoso, una pulsera de plata a cinco dinares. Al parecer, su mujer es mexicana. O eso afirma el guía, quien detalla que, hace unos años, una expedición proveniente de la Universidad de Guadalajara le trajo expresamente una carta de ella. Después de que una neozelandesa abriera la veda en los años 70 -y ahora sea objeto de libros de recuerdos-, las españolas y las italianas también cayeron bajo el embrujo del hombre beduino.

A pesar de que el Gobierno de Jordania les expropió sus campamentos en Petra para trasladarlos a poblaciones vecinas y dejar así la vía expedita a la invasión del turista, los beduinos aún ejercen de anfitriones de la ciudad nabatea, tallada en piedra entre los siglos VI antes y después de Cristo, olvidada a fuerza de los cambios en las rutas comerciales que unían Oriente y Occidente, y recuperada por el explorador suizo Jean Louis Burckhardt a comienzos del siglo XIX para que los europeos pudieran fantasear despiertos con sus encantos de otros tiempos y otros mundos. Los beduinos, tribus errantes llegadas desde la península arábiga entre los siglos XIV y XVIII, se habían enseñoreado de este paraje desgajado del curso de la Historia y hoy se resisten todavía a alejarse de su influjo monumental. Con precios siempre negociables y ante la obligada condescendencia de los guías, regentan los puestos de souvenires, los paseos en dromedario, las rutas en carreta y las ascensiones en burro por los 800 irregulares escalones que dan acceso a las imponentes vistas del Monasterio -el segundo portento más visitado tras el icónico Tesoro o Khazné, en cuyo interior Indiana Jones deducía que la copa de un carpintero había de estar labrada en madera.

El magnetismo de estos antiguos nómadas es equiparable al del propio yacimiento, en el que la figura humana empequeñece a medida que se adentra en los desfiladeros y laberintos de esta ensoñación esculpida en arenisca, donde la maravilla -caso extraño- satisface por completo la expectativa creada. La estética del beduino y sus hábitos particulares, ya subrayados por un guía aún perplejo después de tantos años de oficio, transmiten una naturaleza indómita y romántica, irreductible frente a las imposiciones del entorno y de los tiempos. Calzan ropa entre lo coqueto y lo macarra, lucen greñas azabachadas y párpados maquillados, ríen torrencialmente en grupo y disfrutan de música estridente desde los altavoces del móvil. También son los únicos jordanos que se acompañan de perros, considerados en el país animal de trabajo y no mascotas. En un Oriente Próximo al que el prejuicio supone represivo en los usos y costumbres públicos, los beduinos parecen un oasis punk; anacrónicos e inmortales.

Las voces del coro masculino retumban graves, pero la línea de timbales y el oud gobiernan la melodía con ritmo vivo. Desde el volante de la camioneta, Mashal responde con una expresión en árabe al ser preguntado sobre de qué habla la música. La explicación posterior lleva a pensar en conceptos como la melancolía o la nostalgia. En un sentimiento de pérdida irreparable.

Con ocho pasajeros a bordo -seis de ellos tambaleantes en la caja de carga-, el 4x4 surca las arenas de Wadi Rum entre exclamaciones de asombro por el paisaje y chillidos de inquietud cuando las dunas ponen a prueba amortiguadores y posaderas. El pálpito de eternidad que emanaba Petra se multiplica ante la bastedad indomeñable del desierto. Su belleza y su inclemencia subyugan todo, por encima de cualquier consideración humana. Mientras conduce, Mashal apura un empalagoso zumo de frutas, con el que riega las densas galletas de pasta de dátiles, y empalma cigarro con cigarro. Su justificación para trasgredir el ayuno del Ramadán se resume en realidad en que los beduinos mantienen una obediencia más laxa de los preceptos religiosos. La dureza de contar los días en Wadi Rum así lo consiente. Y Mashal lleva toda la vida allí, nacido y criado por sus médanos de color cambiante, sus formaciones rocosas que emergen de improviso sobre el llano, sus inscripciones atávicas labradas en la piedra y sus sombras recientes, algunas tan pronunciadas como la de la Rebelión árabe y la de T.E. Lawrence, Lawrence de Arabia, también inmortalizado en petroglifo junto al rey Abdullah I.

Enjuto y curtido por el sol, con bigotito fino y enfundado en una impoluta thoab gris, Mashal alcanzará la treintena. Lo llaman de cuando en cuando para conducir a los extranjeros que se aventuran por dominios no hechos para ellos. Se interesa por cuánto dinero le costaría un mes de viaje por España y en si el país suele acoger turistas árabes. Apunta que antes visitará Omán, donde tiene allegados. Puede contactar con ellos porque el turismo ha traído el wifi a la nada, al todo. El terrible coloso está bien conectado. Alguien ironiza que, con Google Maps a mano, Moisés -enterrado en el vecino monte Nebo- hubiese podido cruzar el desierto en apenas seis días, y no en cuarenta años. Quizás la canción de Mashal anticipaba esta domesticación 2.0 que convierte en prosaico el misterio, la trascendencia sobrehumana de Wadi Rum, aún tangible en la luz del crepúsculo sobre sus arenas.

Entre tanto, Mashal demuestra talento compositivo -o cuanto menos experiencia- cuando fotografía grupos a los pies del puente de Jabal Umm Fruth, una de las paradas donde aflora la fantasía caprichosa de los elementos enfrentados a la orografía. En Jabal Umm Fruth coinciden acentos italianos, franceses, españoles y jordanos, muchos de ellos obnubilados por el perfil contoneante de una chica donostiarra que juega a ser una maggiorata de los años cuarenta. Es otro espectáculo tan antiguo como el mundo, que unifica idiomas desde el gesto y la mirada, sea con notas de admiración, de reprobación o de burla. Mashal dice que él tiene novia y que ve chicas atractivas a diario, pero insiste en seguir de cerca la camioneta de la modelo para apreciar cómo encajan sus curvas las dificultades del terreno. Es para disfrute del cliente, afirma soltando una carcajada tímida. La música de su radio suena ahora más alegre.

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