Marchando una de excesos

Barroco, clasicismo, romanticismo… cualquier eslabón de la cadena presenta los excesos —benignos o no— de algunos de sus protagonistas. Quizá sean inherentes al progreso, a la inercia. Los aquí vertidos tienen remedio simple y económico: pasar la página

SÓLO CONOZCO a dos héroes oriundos de Eisenach, aunque no encajen en la concepción más extendida del término. El primero es Enrique de Ofterdingen, protagonista de la novela homónima del poeta romántico Novalis. Quizá sea del todo injusto valorar la obra de alguien que no alcanzó la treintena, pues probablemente en la siguiente la madurez hubiese modelado considerablemente su discurso, aunque bien es cierto que la creatividad y singularidad de algunos artistas o escritores descuella en su más temprana juventud y luego se apaga. Sea como fuere, la mencionada novela es un ejercicio deslavazado y fragmentario que pierde su consistencia por un empeño mal calculado de abarcarlo todo. Los amores del joven Enrique con Matilde, sublimados de forma exquisita y emocionante —y parientes de los de Hyperion y Diótima, fabulados por su contemporáneo Friedrich Hölderlin—, sucumben ante los excesos del autor a la hora de inventariar bajo un mismo techo dioses paganos, leyendas medievales, filosofía esotérica, poesía y cristiandad. Curiosamente algo similar acontece en la segunda parte del ‘Fausto’ de Goethe quien, en cambio, había acertado de pleno mucho antes con las desdichas de su joven Werther, obra que tardó nada menos que setenta años en traducirse al castellano y a regañadientes de la Iglesia ojo avizor. Nacido también en Eisenach, Johann Sebastian Bach alcanzó con idénticas dosis de talento y trabajo la cima del Barroco. Una vez fallecido, el grácil comedimiento del clasicismo en puertas relegó paulatinamente su figura hasta llevarle a los pies de un olvido del que sólo fue rescatado mucho después con el advenimiento del romanticismo, corriente artística para la que ningún exceso era de por sí sospechoso. Los de Góngora y Lope de Vega —si es que fueron tales— fueron criticados sin ambages por Gaspar Melchor de Jovellanos en su ‘Elogio de las bellas artes’, discurso que pronunció un año después de haber ingresado en la Real Academia de San Fernando y que publica ahora Casimiro (2014). Su celo por encumbrar a los pintores nacionales flaquea en el mismo momento en que nos recuerda cómo peregrinaban a Italia para conocer e imitar las obras de Rafael, Tiziano, etc. De todas formas, y aunque no venga al caso, alguien debería novelar —aunque quizá sólo Galdós podría hacerlo— el episodio en que el barco que llevaba al gijonés a su tierra natal hubo de atracar en Muros por causa de una tormenta, y la consiguiente estadía del ilustrado por tierras gallegas.

Posterior a los actores referidos hasta el momento en esta suerte de opereta mal orquestada fue Honorato de Balzac. Lo suyo también fue amor por la obra conceptual, por la gran novela que englobase todas las novelas posibles. Corrían tiempos por aquel entonces en los que el verismo ganaba la batalla al bel canto y los escritores aumentaban sus galones con descripciones prolijas y ajustadas al máximo a la realidad. Quizá tampoco sea justo juzgar hoy a los realistas, pues la fotografía, la televisión y demás avances tecnológicos relacionados con la imagen han sustituido en cierto modo a la imaginación, pero me atrevería a afirmar ahora que al leer, por ejemplo, ‘Esplendores y miserias de las cortesanas’, el lector se aburrirá un rato con las descripciones minuciosas y reiteradas del sistema penitenciario francés de la época, valiosísimas para figurar en un libro de Historia pero superfluas en una novela, por otra parte, magnífica. Más de alguno caerá enamorado de Esther, un personaje —quizá a pesar de Balzac— romántico por los cuatro costados.

Excesos para todos los gustos, algunos memorables y otros prescindibles, jalonan el decurso de la memoria colectiva. Los hasta aquí enumerados resultan inocuos en comparación con los que, por su magnitud o presencia, difícilmente se olvidarán. Me refiero a horteradas como el Valle de los Caídos, la Cidade da Cultura, las esculturas de monarcas, gerifaltes, ministros, etc. o la patética aquiescencia de los que escucharon a Maduro montar su cuento del pajarito. ¿No sería conveniente, por otro lado, convertir las plazas de toros en ‘plazas de coros’? Tan sólo habría que cambiar una letra de los frontispicios. Imagino a cuatrocientas personas cantando ‘Koulutie’ de Jean Sibelius y me regodeo, parafraseando a Vitor Martins, al pensar que «a vida pode ser maravilhosa».

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