Mi lado violento

Nacho Mojón busca el ser violento que hay en su interior: "El día en que pegué a mi dentista hacía una tarde bochornosa"

CUANDO ENTRO en una catedral y veo una de esas delicadas vidrieras de colores, siento un cosquilleo perturbador en los dedos. Imagino lo fácil que sería lanzar una piedra con todas mis fuerzas. En un segundo, siglos de historia saltarían en añicos. No sé la razón, pero es un pensamiento que se repite y, en su momento, me inquietaba. Me preguntaba qué clase de monstruo llevaba dentro. Quizá esa mezcla de fragilidad y de eternidad activaba alguna tentación oculta. Tiempo más tarde, leyendo una de esas revistas de peluquería con sección de consultorio psicológico, una madre escribía agobiada confesando que, cuando oía a un niño llorar a pulmón en el parque, se imaginaba cogiendo carrerilla y pegándole una patada, como si despejase un balón de rugby. Aunque la imagen parecía más cómica que cruel, confesaba que el mero hecho de tener ese pensamiento le angustiaba. Quitándole hierro, el psicólogo explicaba que la mente es creativa y no deja de fabricar pensamientos absurdos. Cuando nos asustamos por una de estas ideas, nuestro cerebro se comporta como un frontón, devolviéndonos ese pensamiento con la misma fuerza con la que lo rechazamos. Para terminar, comparaba esas obsesiones recurrentes con las de 'esa gente' que se imagina rompiendo vidrieras, y aseguraba que nada debía temer a que aquello fuese a suceder. La respuesta me tranquilizó: no estaba solo, formaba parte de 'esa gente', un colectivo que sueña con destrozar vidrieras y tirar faltas con bebés. Desde entonces, el pensamiento ha ido aflojando, y hace poco disfruté de una tarde placentera con mi Lama en la catedral de Astorga.

En realidad, siempre he sido una persona pacífica. Hasta donde recuerdo me he peleado dos veces en cuarenta años y las dos han sido ridículas. La primera fue en un partido de minibasket en un recreo. Les hablaré de la segunda. Con siete años me convertí en una leyenda entre los dentistas de Ourense. El que trataba a mi familia confesó a mi madre que mis gritos impresionaban a los pacientes en la sala de espera. Cuando me veían salir con ojos rojos y mofletes hinchados me miraban lívidos, y entraban temblando. Les pidió que entendiesen que no podía continuar tratándome. A decir verdad, yo también me alegré de perder de vista a aquel sádico con artrosis. Mis padres tuvieron que recurrir a otros que no podían permitirse el lujo de elegir clientes. Pronto descubrí que citarme siempre a última hora no era una casualidad, sino su estrategia para asegurarse de que nadie pudiese oírme. He tenido siempre una garganta tan poco educada como prodigiosa, y, en cuestiones médicas, practico la histeria preventiva: nunca he considerado necesario esperar a que el torno me toque para empezar a gritar.

El día en que pegué a mi dentista hacía una tarde de bochorno pegajoso. Ella trabajaba con la ventana abierta, y se oía música desde otra planta. Me recuerdo tumbado, contando los pelos de su nariz, largos y duros como alambres. Irritada por la música, mis gritos y seguramente con planes a los que llegaba tarde, me suplicó un esfuerzo final. 'Contaré hasta tres y habremos terminado', me prometió. Viendo la cara de sufrimiento de mi padre, apoyándome desde una esquina de la consulta, decidí ser valiente. Me motivé pensando que nada puede ser tan insoportable como para no poder aguantar tres segundos. Apreté los puños, cerré los ojos, respiré todo el oxígeno de la sala. 'Uno', escuché entre el zumbido mecánico del torno. En ningún sitio los segundos duran como en la silla del dentista. 'Dos'. El dolor era agudo, hondo, insoportable. Tenía la impresión de que estuviese pellizcando el mismo nervio. 'Un último segundo y todo será un recuerdo', pensé. Tensé todos mis músculos, apreté los dientes, y escuché: 'Dos y medio...'. Aquello fue el detonador. Solté el brazo y descargué toda mi energía acumulada en un soplamocos que hizo saltar el torno y sus gafas por los aires. '¡Cómo dos y medio!', grité indignado. ' ¿Y qué vendrán después, menos cuarto, m•enos diez? Habías dicho tres...'. Desde esa tarde, cada vez que algo me irrita, me pregunto: ¿será dentista o será vidriera?

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