UNA VEZ CONSUELO dio en la diana: la clave de El Bosco es ese dinamismo sin fin, esa vitalidad frenética, la misma que aparece en Los heroicos furores de Giordano Bruno. Pero El Bosco se salvó de la hoguera sobreponiendo explicaciones fáciles a sus obras para tranquilizar a los curas, igual que desactivamos nuestros sueños con explicaciones, como dice Gaston Bachelard.
Una mujer intenta hablar con un hombre con cabeza de bellota azul. Están los dos desnudos, no deberían ocultarse nada, pero la mujer tiene una mirada ansiosa y se explica con la mano inútilmente. Habrá muchas mujeres que habrán estado así, tal vez en la cama, tal vez esperando el desayuno, que pondrán esa mirada de rendirse cuando al hombre se le pone la cabeza de bellota. Joder, vaya ocurrencias tienen los hombres muchas veces. O están pensando en los bosques, o quieren ir a hacer la revolución a Nicaragua, mientras la mujer está esperando que le digan algo.
Hay un caballero sireno que intenta entenderse con una sirena nerviosa que se sujeta la cola. El caballero extiende las manos, quiere calmar a la sirena. O tal vez quiere abarcarla con sus manos, darse a ella del todo. Pero sus manos no parecen abarcarla, la sirena se queda sola con sus inquietudes.
A un cuervo con la cola en el suelo quiere derribarlo un grupo de personas ¿Por qué quieren tirar a ese cuervo? El animal clama como el cuervo de Poe o como un cuervo existencialista de Heidegger. Está soltando un grito munchiano que expresa todas nuestras preguntas sin respuesta. Está soltando todo el aliento por su boca desgarrada. Clama como un profeta, pero los hombres no parecen enterarse.
Pero está peor el erizo metido en una pompa de jabón. La pompa indica su incomunicación sin remedio. Y sus pinchos están a punto de romper la pompa y entonces seguirá con la incomunicación y además con todo el frío del mundo. Metido ahí, en una tensión continua, escuchando pasmado lo que le dice un cuervo diminuto, es la representación del desconcierto. Oh erizo, cálmate, concéntrate en tu azul, no te dejes llevar por el miedo, disfruta esa bola con una piña, saborea los días que te quedan.
Hay una jirafa absurda de color blanco en medio de seres que no la miran. Tiene dos cuernos, ni siquiera llega a ser un unicornio que pueda albergarse en un cuento. Su soledad no cabe en ningún cuento. Tiene una pureza rara y unos ojos desamparados. A su alrededor los seres se agitan, follan, corren sin parar, se dejan crecer las orejas; pero ella mira con el cuello levantado hacia la lejanía, sin dejarse influenciar por nadie, sin que nadar le enturbie sus percepciones lejanas.
Un pájaro se asoma a una ventana de una planta absurda y no se atreve a salir. Tal vez en su interior circular pueda rumiar mejor los sentidos de las cosas infinitas. Lo de dentro está muy oscuro, lo de afuera es incomprensible y absurdo. No se decide a salir, se quedará en el borde de la ventana indeciso para siempre. Se sentirá desconectado de todo como el extranjero de Albert Camus.
Y ese perro de la playa al que amenaza un mar escarlata es todavía más solitario que el perro enterrado en la arena de Goya. Porque está apenas dibujado, casi no se atreve a existir. Y no llama nuestra atención como el de Goya. Ni siquiera consigue que nadie se fije en él. Pasarán los siglos y tal vez solo yo me haya detenido ante él en el cuadro.
El que muchos libros reproducen es el hombre frente a un ratón en un tubo transparente. ¿Quién está más solo, el hombre o el ratón? El hombre mira hacia arriba, a algo que se le pierde. Se nota que todavía espera un montón de cosas. Tal vez tiene la fe desesperada de Leon Chestov. El ratón mira hacia abajo desolado, ya no hay nada que lo convenza. Se nota que ha leído el Viaje al fin de la noche de Celine. Ya no vamos a manipularlo con retóricas.
Pero a mí me alucina más la rana con cabeza de sonajero. Se escapa del mar de la existencia espantado como todos los bichos. Quiere avisarnos inútilmente con su sonajero, decirnos que nos demos cuenta. Pero millones de visitantes del Museo del Prado no hacen ni caso. Piensan en tomar un helado a la salida del museo, en comprarse un souvenir en una tienda de españoladas del Paseo del Prado. ¿Quién puede hacerle caso, quién sabe lo que está anunciando? ¿De qué sueño perdido se ha escapado como una Casandra a la que nadie oye?
Y a veces yo también me meto en el cuadro y doy vueltas entre esa infinitud de visiones. Me subo en algún montículo, hablo con algún alacrán. Atravieso el círculo de jinetes desenfrenados que no paran de dar vueltas entusiastas como en un tiovivo onírico. Intento preguntarles la hora a esas tres chicas satisfechas que se acercan a la orilla del lago central. Trato de bañarme en la laguna de al fondo, de la que salen los cuatro ríos, si me dejan algún sitio los bichos que se desparraman por todas partes. A veces intento hablar con esos seres que salen en tropel del huevo roto sobre el agua, pero tienen demasiada prisa. Y tal vez tengan razón, no se trata de hablar tanto. Es el principio y el fin y en medio estoy yo. En medio de ese jardín desenfrenado del que no alcanzo a comprender todas las consecuencias. A menudo me veo perdido, esquizofrénico, loco. Pero otras veces salgo de allí pletórico, con una fuerza absurda que no sé hacia donde me conduce, lleno de aliento, y trato de asimilarlo tomando unas cervezas por las calles de Huertas. Y entonces ya no me importa el paraíso perdido, ni la alienación, ni el vientre abierto, ni el arpa rota; me voy lleno de vida por las calles, lleno de una fe absurda, sustentado por una soledad que me hace afrontarlo todo.
Solitarios perdidos en el bosque
Vivo al lado del Reina Sofía. A los amigos les digo que cuando tengo insomnio voy a ver el ‘Guernica’ y me pongo a hablar con los caballos expresionistas. Eso es una parida, pero lo que sí hice mucho tiempo fue ir todas las mañanas de domingo al Museo del Prado.
