Teníamos tanto tiempo

Yo casi nunca me acuerdo de qué iban los libros que he leído. De casi ninguno. Lo que nunca olvido es qué me parecieron, si me gustaron mucho, regular, poco, nada

YO CASI NUNCA me acuerdo de qué iban los libros que he leído. De casi ninguno. Sé que ‘Cien años de soledad’ (Austral) cuenta la historia de la familia Buendía, que alguien talla pececitos de plata y a una virgen la entierran en su mecedora; que en ‘Austerlitz’ (Anagrama) Sebald habla del reloj de la estación de Amberes y de cómo unificó la medida del tiempo; que en ‘Tres tristes tigres’ (Seix Barral) se escucha jazz en locales nocturnos y conducen por el Malecón; que en ‘El ruido y la furia’ (Cátedra) un loco mira un partido de béisbol tras una reja, o que en ‘Vidas minúsculas’ (Anagrama) Michon describe una casa triste en el campo, y poco más. Bueno, lo del pelotón de fusilamiento y la nieve también, claro, pero es que eso es vox populi.

Lo que nunca olvido es qué me parecieron, si me gustaron mucho, regular, poco, nada, o si me parecieron grandes libros. Por eso puedo afirmar que esas cinco novelas, por ejemplo, me maravillaron hasta llegar a marcarme.

«‘En el camino’ me impresionó, y sin embargo no soy capaz de contar nada de él más allá de lo que dice cualquier sinopsis»

'En el camino' (Anagrama) me impresionó, y sin embargo no soy capaz de contar nada de él, más allá de lo que dice cualquier sinopsis: dos amigos, alter egos del icono beat Neal Cassady y del propio autor, Kerouac, cruzan Estados Unidos en coche varias veces durante varios años, conocen mucha gente, tienen parejas e hijos, se enfadan y se echan de menos. Únicamente recuerdo un detalle, porque me pareció aberrante: hay un momento en que, entrando en no sé qué estado, uno de ellos comenta que cree que allí vive su hermano, al que no ve desde hace años, pero que tal vez sea mejor no ir a visitarlo, porque le debe algo así como veinte dólares. Aparte de eso, solo la sensación de vivir de prisa, de intentar ahogar la angustia, de querer agotar la vida.

Tengo dos viajes comprometidos con mi hijo: a China cuando cumpla doce años, y en el Transiberiano a los quince. Sin duda cualquiera de ellos sería una experiencia increíble; veremos si tengo el tiempo, el dinero y el valor. Pero cruzar EE.UU., un coche —un Cadillac o un Ford, grande—, carreteras rectas interminables, gasolineras en medio de la nada y pueblos que son el fin del mundo, junto con ciudades que se comportan como si fuesen su centro, es algo que no haré. Tal vez sería materialmente posible algún día, pero supongo que se me ha pasado la edad. Hay cosas que hay que hacer a unos años o ya no son lo que deberían.

Cuántas cosas ya no sucederán. Cuántas, de las que uno creyó, o imaginó o como mínimo soñó hacer al menos una vez, no van a pasar. Parecía que habría oportunidades de sobra para todo y, sin embargo, aquí estamos, un poco desconcertados.

Y es curioso, pero a veces me sorprendo pensando que en la próxima vida sí, que en la próxima seguro que aprovecho mejor el tiempo.

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