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Estudio en Andrés Muruais

EL MUNDO ESTÁ lleno de escritores atormentados que viven infelices, víctimas de un conflicto interior y de una misión para la que se creen encomendados: salvar la literatura, escribir la gran novela americana, perdurar más allá de lo efímero. Suele ser la clase de autores que siente la necesidad de decir algo inteligente y enrevesado en cada entrevista, a los que imaginamos creando en una buhardilla húmeda y oscura, a la luz de una vela. A uno de ellos le preguntaron por qué no usaba más comas en sus textos. Respondió, literalmente, que no le gustaba civilizar su prosa. Pedro Feijoo los tiene muy calados y suele cachondearse de esos ataques de trascendencia. Mejor reírse, porque la otra opción sería mandarles unos sicarios.

Manel Loureiro no es de esa clase de tipos. A Manel Loureiro le dices que quieres hacer una contraportada sobre su estudio y no sobre el libro que acaba de publicar y, tras una ligerísima turbación, te contesta que sí, que por supuesto, que cuándo quedamos.

El estudio de Manel Loureiro está en la calle Andrés Muruais y era una antigua academia en la que el autor derribó todos los tabiques de pladur y que convirtió en un loft de tamaño generoso por el que entra el sol a tumba abierta.

Pero lo increíble no es la luz, ni la egoteca, con los libros de Loureiro traducidos a mil idiomas. ("¿Tienes en suajili?". "No, pero aquí hay uno en coreano y por allá hay otro en húngaro"). Lo que impresiona de verdad es que el estudio tiene vocación de museo. Un compendio de pequeños objetos que el visitante va descubriendo con la curiosidad de quien destapa un cofre lleno de monedas.

No hablo del retrato de la pared, que de lejos parece el rostro de un Loureiro mal acabado y que en realidad es un retrato del escritor hecho con las palabras de El principio del fin, salpicadas con claroscuros como un collage. Ni tampoco del sillón de relax en el que descansa los pies después de trazar tramas, diálogos, estructuras, giros y desenlaces, o tras cerrar, pongamos por caso, una operación que le coloca los derechos de Fulgor en Lituania .

No, es otra cosa. Es, por ejemplo, el baúl con el símbolo nazi que guarda cerca de la mesa de trabajo, que un día le apareció en la puerta como si el cartero se hubiese retrasado setenta años. Ese baúl, que bien merecería una contraportada por sí solo, albergaba en su interior la recreación de una de las primeras escenas que se detalla en El último pasajero: el hall de entrada del barco en el que se desarrolla la novela. Sus escaleras, sus esvásticas, sus figuritas en miniatura, los detalles que solo un friki encantador puede reproducir echando horas para devolver el placer que ha recibido leyendo.

Hablo también de esa Cruz de Hierro ganada por su abuelo haciendo el amor y no la guerra en Rusia, cuando ejercía de voluntario forzoso al mando de un grupo de hombres de la Divisón Azul. Otra historia que merecería una contraportada.

O de esa pequeña colección de cascos militares, entre la que se esconde un tricornio benemérito. O de esas pistolas de duelo, ahí, cerquita, a mano, porque nunca se sabe lo que puede pasar. O de esos dientes que le regalaron tras hacer de modelo en una masterclass de los maquilladores de The Walking Dead, cinco horas metiéndose en faena. O de esa tuerca de la caja de cambios del McLaren de Lewis Hamilton, que enseña con la ilusión de un colegial, como si todo el resto fuese calderilla. O, por supuesto, de esas dos máscaras de gas, una alemana de la I Guerra Mundial, y otra soviética de un submarino nuclear de la Guerra Fría, que consiguió en una subasta de objetos militares (los nuevos cazatesoros no están en el rastro de A Verdura, sino en el océano de Internet).

Hay, además, un radiador en la pared con llamas de imitación, un electrodoméstico que el propio Loureiro aún no ha decidido si es muy fardón o muy hortera; un libro enmarcado tras vender 100.000 ejemplares en Amazon, como un disco de oro; algunas ediciones en inglés que salpican la decoración; un ordenador con dos pantallas, a lo Nacho Cano; una nevera que se podría llenar de Estrellas, o una tele más grande que algunas salas de Vialia con la Play a su lado, preparada para entrar en acción.

El puñetero paraíso.

¿Hace falta explicar por qué el escritor gallego que más vende ha aposentado sus huesos en Andrés Muruais? Quizás sí. Tres motivos. Uno: porque conseguir concentrarte en tu propia casa con dos niños pequeños es más difícil que ganar el Planeta. Dos, porque su biblioteca necesitaba más espacio vital, más levensraum. Y tres, porque si no se hubiera buscado un cubículo así, que le obligase a salir de su piso, habría terminado como Hugh Hefner, todo el día en pijama y zapatillas, aunque sin conejitas.

No es estudio en Escarlata. Es estudio en Andrés Muruais. Y mola. Mola mucho.

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