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Mira el pajarito

HABÍAMOS IDO AVANZANDO poco a poco, que es lo que se hace en los conciertos, con un ojo en el escenario y otro en el bar, calculando la distancia, buscando levensraum, espacio vital, y un equilibrio óptimo entre objetivos. Un par de metros con cada canción. A pasitos pequeños. Como una legión romana. Y eso que éramos dos.

Llegó un momento a mitad de concierto (no me pregunten qué canción sonaba) en que dimos con el sitio perfecto. Muy cerquita de las tablas y sin agobios. Una paz interior irrepetible. Los astros alineados.

Nos duró dos segundos.

Yo soy casi imperceptible a lo alto, pero mi amigo mide casi 1,90. A su hombro se asomó un dedo repetitivo como un pájaro carpintero. "Muchas gracias, eh, muchas gracias" (en realidad decía grasias, que era argentino, pero eso no viene al caso). "Que dis?". "No, que muchas gracias, muchas gracias". "Gracias de que?". "Llevo media hora grabando y ahora vas tú, te pones delante y me lo jodes. Muchas gracias".

Era el año 2007 y Calamaro daba un conciertazo en el Recinto Feiral de Pontevedra , pero ya entonces se había extendido esa moda de ir a los eventos musicales, deportivos y carnales a estar más pendiente del autofocus que de lo importante.

Desde entonces, la tendencia no ha hecho más que multiplicarse con un efecto doble. Primero, conseguir que los conciertos sean un espectáculo por momentos irritante: este verano en el recital de Mark Knopfler en Santiago pegué un par de gritos pidiendo que bajasen los móviles que surgieron de la nada en cuanto empezó a tocar Romeo&Juliet. Tuve suerte: no bajaron los móviles pero al menos no vino nadie a darme un par de bofetadas.

Segundo, llenar de basura Youtube, lo que convierte la búsqueda de una canción en una lotería con un 50% de posibilidades: vídeo oficial en buen estado o morralla con un sonido aberrante.

Afortunadamente, se están poniendo algunos límites. En el concierto de Pablo Alborán en Pontevedra el pasado viernes no se permitió la entrada de palos para selfies. Que eso mereciese una mención en la crónica da una muestra de en qué lugar estamos. Y hace unos meses el director de orquesta Daniel Barenboim regañó al público de Madrid por sacar fotos con los móviles. Lo hizo con gracia. Dijo que estaba prohibido, que despistaban a los músicos con los flashes y que, si utilizaban las manos para accionar los teléfonos, resultaba imposible que aplaudieran a la orquesta al mismo tiempo.

Parece como si en el camino hacia el almacenamiento de recuerdos olvidásemos disfrutar del momento, saborearlo en primera persona; como si fuese más importante el día después, cuando vemos un vídeo borroso en el que no se oye nada y no se distingue un carallo que la experiencia vivida a tope y que se archiva no en la nube, sino en nuestro cerebro.

Yo quiero berrear con Calamaro, quiero tararear con Mark Knopfler y quiero tener la piel de gallina con Joaquín Sabina. No concibo ir a esos conciertos a hacer de cámara, a sustituir los mecheros de las lentas por pantallitas iluminadas. Quiero a la chica de la foto, la que ilustra esta página, capaz de poner los cinco sentidos en el espectáculo de Pablo Alborán y llorar a moco tendido sin echarle un vistazo al Messenger.

A su lado, ya lo sé, hay un móvil. Sin palo, pero a pleno rendimiento. Qué le vamos a hacer. No era el único. Eran cientos. Ninguno de sus dueños había escuchado a Siniestro Total a mediados de los 90, cuando Julián Hernández cantaba: "Hay que sentir en vez de consumir". Aunque les pusiesen el tema ahora, sería inútil. En vez de atender a la letra, estarían pendientes del wasap o haciéndose un precioso selfie. Con el objetivo de inmortalizar un momento que, en el fondo, no vivieron al máximo.

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