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El oficio de la verdad

HAY HISTORIAS que te reconcilian con el mundo. Y películas que te recuerdan que merece la pena pertenecer a una profesión como la del periodismo. Críticas y censuras aparte por los diversos derroteros, que han llevado a algunos profesionales a ejercer su trabajo, ser periodista es una de las profesiones más mágicas que uno puede llegar a desarrollar.

Siempre quise ser periodista, desde muy niña. Solo, durante un corto espacio de tiempo, dije que me gustaría ser azafata por mi pasión por los viajes y los idiomas. Cuando descubrí que, haciendo Ciencias de la Información podía unir esas dos debilidades con la posibilidad de entrevistar a gente a la que admiraba, ya no hubo quién me hiciera desistir de mi sueño.

Me recuerda a veces mi madre que, siendo muy pequeña, me descubría sentada delante de un espejo con un cepillo de pelo en la mano, que hacía las veces de micrófono, y le hablaba a mi imagen reflejada como si fuera una cámara que tenía delante. No visualizo nítidamente ese momento, y eso que soy muy buena con la memoria, pero estoy convencida de que mi subconsciente estaba haciendo ya su trabajo.

A pasar de mi empeño y absoluta claridad, respecto a lo que quería ser, tuve que pelear mucho en mi casa para que me dejaran hacer Periodismo porque, durante mucho tiempo, no era carrera universitaria y eso, en mi familia, era poco menos que condición ‘sine qua non’. No me olvido del día que dejó de estudiarse en la Escuela de Periodismo y pasó a formar parte de la Universidad. Me recuerdo dando saltos por la Alameda de Pontevedra, suspirando por llegar a casa y decirle a mis padres que ya no había ninguna disculpa para no poder estudiar lo que quería.

Nunca me he arrepentido, más bien todo lo contrario. Ni en el más positivo de mis sueños imaginé que algún día, gracias a esa inquebrantable vocación, podía llegar a entrevistar a personalidades a las que admiraba desde niña. Cuando eres una chica de provincias, los sueños se acortan y parece una utopía poder llegar a convivir en la distancia corta con gente inalcanzable.

Mi trabajo me ha proporcionado más de lo fantaseado y me ha permitido vivir momentos impagables. Jamás imaginé que podría llegar a compartir un té negro y una larga conversación plagada de anécdotas con Steven Spielberg, por ejemplo, el hombre que me hizo soñar de niña con su cine. Se me antojaba irrealizable poder vivir un momento así. Si ya le admiraba sin conocerle, mi debilidad y admiración por él es ya infinita.

Reconozco no ser objetiva con su cine. Hasta cuando no ha acertado, le he buscado el lado bueno. Hace cine como muy pocos se atreven a imaginar. Cuenta las historias con una transparencia que invita a la absoluta veneración. Mi admiración se ha activado de nuevo tras ver Los papeles del Pentágono, una película que te enorgullece por ejercitar el oficio de periodista, ese que en la universidad definen como “la profesión de la verdad”. 

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