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Lección de vida

Rafa Nadal. JOHN G. MABANGLO
photo_camera Rafa Nadal. JOHN G. MABANGLO

ERAN CASI las cuatro de la madrugada cuando Rafa Nadal se tiraba lloroso, en la pista rápida "Arthur Ashe" de Flushing Meadows, tras ganarle el último punto —de un partido titánico— a un bravo Medvedev. En ese momento, se paralizó el mundo de los que, a esas horas, permanecíamos pegados a la pantalla. Cantidad de calificativos se agolpaban en mi cabeza al ver a ese joven, de tan sólo 33 años, cómo conseguía entrar en la historia del tenis y convertirse en leyenda. El US OPEN 2019 ya era suyo.

Los medios de todo el mundo ya se han encargado de hacer las comparativas entre su proeza y la de sus predecesores. Yo prefiero centrarme en él, en la persona que se esconde detrás de ese deportista imbatible, peleón, bravo, que se crece ante la adversidad como poca gente he visto en mi vida.

Hace 29 años cogió, por primera vez, una raqueta entre sus manos. Tenía solamente cuatro. En un tiempo record ganó su primer torneo y, cuando le preguntaron al final del partido cómo sentía, con la madurez de un adulto respondió que "muy feliz, pero no me debo creer especial ni diferente porque sólo he ganado mi primer torneo". Ni en sus mejores sueños imaginó que, años más tarde, haría historia ni de la manera que se ha producido.

Los que me conocen bien saben que Rafa Nadal es mi perdición. Desde hace tiempo es una "droga" que me gusta consumir con toda la frecuencia que me dejan sus torneos "por lo largo y ancho del mundo" porque, sin pretenderlo, me sirve de ejemplo, me hace crecer, me anima a ser más fuerte, a superarme en los momentos delicados. Verle jugar es un chute de vitalidad. Comprobar cómo se enfrenta a la adversidad, es una lección de vida.

Rafa es un ejemplo de superación incluso en época de crisis. Tuvo la suya tiempo atrás. Fue afectiva, física y de bajón personal, lo que influyó enormemente en su rendimiento deportivo. Inasequible al desaliento, se refugió en su familia, en su discreta relación sentimental y dedicó a trabajar esas rodillas, que le habían apartado de las pistas de tenis. Tras cinco meses de vida absolutamente monacal, dedicada "en cuerpo y alma" a su rehabilitación, resurgió "cual Ave Fénix" de sus cenizas y volvió a ser el de siempre, el luchador, el grande, el mejor deportista.

Tal es su modestia, su natural manera de entender que todo esto puede ser transitorio, que le cuesta admitir que ser "el número 1 del mundo" es una proeza. Lo asume como algo natural, que no es más que el resultado del esfuerzo, la constancia, el sacrificio y, a veces, una bocanada de suerte. No tengo la menor duda de que Nadal es un héroe de nuestro tiempo. Mucho empeño tendrá que poner el destino para que haya otro como él. A una edad, en la que otros jóvenes no saben qué hacer con su vida, su espíritu de superación debería enseñarse en los colegios como ejemplo de vida. El Olimpo tiene un nuevo dios, es español y, además, de los que se emocionan hasta la lágrima con el himno de nuestro país. Orgullo y privilegio vivir para verlo...