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Abuelito dime tú

Picasso dijo a Cela que cuando uno es joven es joven toda la vida. Qué razón

Abel Caballero. SALVADOR SAS (EFE)
photo_camera Abel Caballero. SALVADOR SAS (EFE)

HACE TREINTA años yo era yuppie, o sea imbécil. En tiempos de imbecilidad generalizada cabe preguntar si hemos desistido de tal condición. Pedro Pérez acertó cuando presentó Los días de F. L.: Conozco al Bernardo de los ochenta y les aseguro que aquel pijo 'encorbatado' de Campolongo no tiene nada que ver con el de hoy. Tenía razón Pedriño, uno de los responsables de esta chapa dominical. I love you, Peter.

Haré memoria. Recién colegiado comenzó mi andadura en el foro. El turno de oficio y la asistencia letrada al detenido equivalían al actual Master de la Abogacía. Hacías una guardia y era cuando un bip-bip te machacaba el domingo en Cafetería Daniel. Cómo molaba aquel artilugio colgado del cinturón. A la Comisaría de Marín, parpadeaba la pantalla del buscapersonas. Y allí te esperaba un tío de Valencia con cresta de indio apache al que habían pillado con un kilo de farlopa en el maletero de un Seiscientos. Para consumo propio, argüía en tanto uno de los maderos le preguntaba, irónico, si en vez de nariz no tendría una aspiradora industrial. Yo no era Concepción Arenal, o sea que poca ayuda podía prestarle, pero iba aprendiendo la profesión en una pasantía de utilidad futura, porque luego venía el juicio e ibas mamando el proceso penal. Una escuela de práctica jurídica, en suma.

Y así, cortando criadillas obtenías el título de capador. Recuerdo una apelación en la Audiencia. Camisa impoluta, corbata fashion, traje con hombreras y peinado de becerra lamida. Había preparado el asunto la tarde anterior y no tenía dudas: paseo militar. Ganaría. Por goleada y sin bajar del autobús. En esa efervescencia juvenil creí confirmar mis mejores presagios al ver a mi rival aguardando en la antesala que abocaba al estrado: muy mayor –desde mis pocos años– y la movilidad menoscabada del septuagenario; encima, bajito y calvo. Estaba confundiendo el culo con las témporas, claro, pero era joven y por consiguiente un rey del mundo omnisciente e invencible.

En el momento en que nos llamaron cedí el pasó cortésmente a mi antagonista (te vas a enterar, vejete, pensé); me respondió usted primero; con sarcasmo propio del púber sabelotodo le dije que la veteranía era un grado, insistiendo: pase usted; recuerdo su contestación: triste privilegio, y accedió. De lo que sucedió luego prefiero, por vergüenza, no prodigarme en detalles. Se trataba de una reclamación crediticia y yo venga que si la jurisprudencia y la legislación; él, mientras, con la cara apoyada en la palma de la mano, oyendo respetuoso mi rollo con una indiferencia que no presagiaba nada bueno. Confirmado. Llegó su turno y, joder, el tío parecía un ciborg: con tono pausado, firme y sin un lapsus empezó a desmenuzar el pleito dejando al aire las vergüenzas de su contraparte, o sea las mías. Fue la tunda más grande que recibí nunca en un tribunal y de la que extraje una lección inolvidable: nunca subestimes a los mayores, sobre todo si llevan toga.

Hace poco tiempo alguien llamó anciano al alcalde de Vigo. Probablemente no encontró nada mejor con que hacer un tipo de política prescindible. En Pontevedra a Lores, que frisa los sesentaicinco, sus detractores lo reputan de abuelito y, quemado como la moto del hippie, debería ir buscándose una resi –sugieren– antes que repetir poltrona. Sin embargo, ganó las municipales. Incluso Amancio Ortega, demasiado anciano para presidir nada, tendría que renunciar a sus altruistas donaciones para pagar más impuestos, corea la joven y gaseosa gauche divine.

Pues bien. Abel arrasó con resultados de plusmarca. Mayor sí, pero no gilipollas. Cargado de una experiencia que excede marisquiños o polémicas sobre la turbiedad del agua, Abel se preguntó, cuando cogió la alcaldía, qué gustaba a Vigo. Pregunta simple para cualquier regidor no todos contestan correctamente. No todos porque, en general, optan por lo que les gusta a ellos, fatal confusión de sus particulares querencias con las de la mayoría de sus posibles votantes. Jorgiño Suárez, o ferrolán, por ejemplo. Un joven.

Abel superó el examen del lucerío con nota. Comerciantes y vecinos encantados con esa suerte de faro urbano imantando visitantes de toda Galicia, Adif sin billetes y Vigo haciendo caja. O la Cruz del Castro. Ni dios lo apeó de su postura: no se trataba de un símbolo franquista, sino de una cruz que muchos vigueses consideraban suya porque representaba su religión. Abel sabía que la defensa de la cruz era éxito electoral. Demoliéndola ganaría un puñado de votos de la radicalidad, pero si la mantenía llegaba transversalmente a más más votantes, porque hay muchos católicos de izquierda y de derecha. Impecable razonamiento.

En plena campaña otro joven, Pablo Iglesias, no encontró nada mejor que hacer gilidemagogia con Amancio Ortega, un anciano. Tiene que pagar más impuestos, dijo. En esa labilidad política que lo caracteriza omitió decir aquello que, seguramente, no deja de pensar: Ortega regatea a Hacienda. Amancio se molestó tanto como el elefante sobre cuyo lomo se posa un gorrión. A diferencia de Pablo nunca engañó a nadie: creó su empresa para ganar dinero y, Pisuerga por Valladolid, generar empleo. Si legalmente rebaja impuestos y cerca la metástasis de un enfermo, quién puede reprochárselo. Pues Pablo. Pablo puede. Ese Pablo que prometió Vallecas forever pero abjuró cruzando raudo el Rubicón que separa el barrio del chalet burgués. Resultado: Amancio continúa su camino hacia la leyenda empresarial y Pablo el suyo, pero a la insignificancia política. Picasso dijo a Cela que cuando uno es joven es joven toda la vida. Qué razón. Conozco jóvenes viejos, incluso jóvenes que nacieron casi cadáveres. Y conozco a Lores, a Abel y a Amancio. ¿Abuelitos?¿INSERSO boy´s? Vale ¿Y?

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