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Benzema en A Lanzada

UN DÍA salí de Balaídos. Había palmado el Celta. A mi lado, un viejo despotricaba: "Como van xogar si lle dan de beber Jatorade". No pronunció Gueitoreid. Entonces me fui al parquin desentrañando la relación entre el buen futbol y el Gatorade.

Cuando Dios creó el mundo el futbol eran once contra once intentando meterla entre tres palos. Luego Adán y Eva comieron de la manzana de los derechos televisivos y el fútbol se convirtió en el dibujo táctico, el rombo, la BBC y otros fuegos artificiales tendentes a convertirlo en ciencia. Y entonces a los laterales empezaron a llamarle carrileros, medias puntas a los interiores y a la disputa de la pelota "balón dividido," como si con un fouciño alguien lo hubiese cortado en dos.

El futbol sigue siendo once contra once, tres palos y una pelota. Pero convertido en negoción, atrajo a él -fenómeno similar a la proclividad de las moscas por la bosta-, a una gavilla de arribistas, chupópteros, blanqueadores y seudocientíficos cuyo destino más adecuado sería una escuela de trile que una actividad deportiva.

Conocí -y jugué- otro fútbol. El de los chándales que desteñían al primer lavado. Héctor Rial, en el Hai que roelo, entrenaba solito a diecinueve jugadores. Hoy hay segundo entrenador, entrenador de porteros, preparador físico y sicólogo, pero el fútbol sigue -y seguirá siendo- veintidós, tres palos y una pelota.

Decía que al socaire del negocio surgen los que hacen del futbol una ciencia jugosamente retribuida. Y para justificar ese transformismo, van y sueltan en las rueda de prensa: "imaginamos un partido de transiciones rápidas, de bajar el balón, de tener la pelota más que el contrario; de presión alta e intensa para encontrar los caminos que nos lleven al triunfo"; traducido: "intentaremos ganar".

A veces, pedantes insoportables, también dicen "la pelota no ha fluido convenientemente; los balones aéreos han sido siempre del rival"; nótese aquí la confusión entre balón y avioneta más la excusa adornada, cuando bastaría con decir "perdimos porque andábamos con la pera", pero entonces, claro, no ganarían lo que ganan los entrenadores.

En convertir el fútbol en ciencia con artificios lingüísticos y rollo barato es catedrático Sampaoli, perito del blablablá plúmbeo. Un entrenador no debe atesorar más de tres o cuatro virtudes: saber motivar, hacer trabajar en los entrenamientos y mantener la disciplina. El resto depende de lo más o menos buenos que sean los futbolistas.

Otro entrenador que me marcó en lo humano fue Picón, que me tuvo a sus órdenes en el Peñafor de Barro, en mi crepúsculo futbolístico

Algo sé del tema porque tuve varios entrenadores. Recuerdo con especial agrado a uno cuyas limitaciones tácticas corrían parejas a las que exhibía expresándose. En el vestuario recitaba la alineación tratándonos de usted mientras fumaba compulsivamente. Luego en el campo tenía dos frases que comprendían la totalidad de su saber estratégico: "secuda rápido" (quería decir sacuda, refiriéndose a soltar rápido la pelota) y "cambio total", con la que pretendía que basculásemos el juego a la banda contraria. Respetuoso, si fallábamos una ocasión de gol no se acordaba de nuestra madre, sino de la suya propia haciéndolo en términos muy poco académicos. Por lo demás, no dudaba en confraternizar conmigo y un compañero de equipo cuando ganábamos.

Bebedor anchuroso, en una ocasión, después de un partido terminamos en una verbena de Mourente mamados como cubas y bailando con una señora muy mayor, que respondía al nombre de Soledad y hacía permanente ademán de pegarle con un palo al mundo entero. Recuerdo con especial agrado una de esas noches post partido. Pastoreamos todos los locales abiertos del centro de Pontevedra y, sobre las cinco de la mañana, con un grado de impregnación alcohólica con el que podríamos haber ayudado a soldar el flotel de Barreras que encargó Feijóo, terminamos (los lectores sabrán ser indulgentes con los pecados juveniles del cronista, hoy plenamente rehabilitado) orinando en un lateral de la Audiencia Provincial.

Mientras ese irreverente desahogo fisiológico tenía lugar prevaliéndonos del amparo de tan alto órgano judicial, nuestro entrenador, ojos cerrados y fumando, canario en la mano y medio dormido, salmodiaba los defectos tácticos que nos habían conducido a una honrosísima derrota de solo nueve a cero. Entretanto, oscilaba adelante y atrás manteniendo a duras penas el equilibrio.

Comenzamos a mosquearnos cuando el Arrigo Sacchi de marras, al cuarto de hora de haber iniciado su micción, continuaba con ella sin vestigios de conclusión próxima. Y no me tachen de hiperbólico si afirmo bajo juramento que aun transcurrieron diez minutos más hasta que su próstata decidió poner punto y final a tan generosa meada. Incrédulos, concluimos que aquel tipo no tenía vejiga, sino un aljibe equivalente en litros a los camiones cisterna de la láctea Larsa.

Otro entrenador que me marcó especialmente en lo humano fue Picón, que me tuvo a sus órdenes en el Peñaflor de Barro en mi crepúsculo futbolístico. Allí, por cierto, coincidí formando dúo atacante con Alejandro el Carnicero, pontevedrés muy conocido. Nuestra mejor jugada fue, después de un partido, haber sido amablemente invitados (casi a patadas) a salir del Alegre mirador de Alba. Evitando el detalle escabroso, diré que en el momento de indicársenos la puerta pretendíamos bailar el In de navy, de Village People, sobre una de las mesas.

Picón era un santo que cumplimentaba diariamente un ineludible viático por la zona de vinos. Lucía orgulloso su barriga y a veces incluso se la acariciaba como embarazada de trillizos orgullosa de su gravidez.

La mejor lección táctico-técnica nos la impartió en una ocasión y para sí la quisieran Zidane y Luis Enrique. Estábamos hasta los huevos de los aburridos entrenamientos físicos de pretemporada y, medio amotinados, se lo hicimos saber. "Non vos preocupedes. Mañán variamos". Y tanto. Aparecimos en La Lanzada en ropa deportiva. Picón llevaba en la mano una silla de playa que no terminábamos de relacionar con los ejercicios físicos que presumíamos ordenaría. En esto llegó una furgoneta de la que un dinámico operario extrajo una caja de botellines de Estrella Galicia.

Picón -además de santo era muy tranquilo- pausadamente abrió su silla y se sentó, cogió un botellín y abriéndolo con el puño contra el reposacodos sentenció: "¡Hala! A correr un pouquiño que andades baixos de forma…". Y mientras nosotros corríamos agotados bajo el sol de agosto, Picón decía "unha voltiña mais que hai que gañar fondo". Cuando mandó parar nos arrastrábamos deshidratados. Picón, exigente pero siempre muy paternal con sus futbolistas, mirando la caja de botellines de la que ya había hecho desaparecer cuatro o cinco, simplemente dijo "ide collendo un cada un, que hay que recuperar".

¡Joder! Al carallo del Benzema quería yo verlo a las órdenes de Picón en La Lanzada. En agosto. Sin Jatorade.

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