Blog | ¡Callarse, becerros!

Buenos días tristeza

ATARDECÍA en la terraza del bar. Ni gaviotas ni palomas. Sin locos bajitos. Breviario vital prescindiendo de rencores. Él y ella. Un café, una 'Mil nueve' y el repaso a más de veinte años, diez de ellos con su hija. Nada más natural que la desgracia. El ser humano nace predestinado, en similares proporciones, para el sufrimiento y la felicidad. Pero reconozcámoslo: encaja mal la adversidad y se desmorona cuando emerge el sufrimiento. Es una consecuencia del confort, el corolario de un progreso que ha tejido ese acabadísimo 'hijoputa' que es el hombre, héroe ocasional, abyecto casi siempre.

Nuestros ancestros soportaban mejor la frustración, el padecimiento y la tristeza. Tan ocupados en sobrevivir a la tuberculosis, tan acostumbrados al funambulismo vital y a destripar terrones que cuando el infortunio llamaba a su puerta respondían, sin más, buenos días, tristeza. No leyeran a François Sagan, pero resultaban corteses, incluso acogedores con la depresión.

En una tertulia comentara él sin intención alguna la fortuna de disfrutar muy joven de una cierta independencia económica. A los 'veintipocos' se ganaba bien la vida. Había dormido en todas las capitales de provincia de su país y conocía las principales ciudades europeas. Tocaba América ya: Un contertulio rio, otro se mostró perplejo -frisando los cuarenta engrosaba el desempleo-, y no faltó quien consideró aquello como una pedantería propia de un snob como él. Sin embargo, era cierto. Mucho curro, pero sacándole partido. En parte, con ella.

La desgracia porta siempre un nombre científico, un código técnico. Una jerga gremial que orla al profesional y complica al lego. Un viernes cualquiera de hace años, hablando de su hermana dijo ella: "Le salieron unos bultos en el cuello. Son como paraguayos". "Que se los vea rápido", acertó a decir él como si hubiese descubierto la penicilina. A los paraguayos los médicos le llamaron "linfoma folicular difuso no hodgkiniano".

Lo curioso es que seis meses antes le diagnosticaran idéntica enfermedad a su padre. La hermana de ella era una mente privilegiada. Le gustaba especialmente el arte. Alta, bellísima, no se cortaban los tíos en radiografiar por la calle su anatomía. Su padre no era un anciano. Fallecieron en el 2007 unidos por su consanguinidad y, fatalmente, por el mismo tipo de cáncer. En primavera uno, en navidades la otra. Ella tenía treinta años. Él setenta y algo. Eran el padre y la hermana de ella. Dicen que esa enfermedad se cura hoy.

Luego le tocó a su tía. Su cadera decidió que ya había aguantado bastante. Que a ver por qué tan poco calcio y que a tomar por saco. Y como cristal. Rompió. Falleció al mes, a principios de 2014. Fractura, osteoporosis y coxartrosis protusiva. Así bautizaron aquello. Luego vino su madre. El mejor ser humano que habían conocido. Aunque buscasen la discusión con ella jamás conseguían que respondiese. Bienintencionada y pacífica. Primero un tumor de colon de cuatro centímetros cegó su luz intestinal aunque se curó; y cuando se las prometían muy felices, un mal día del 2015 desapareció el mando de la tele.

Buscaron y rebuscaron en un zafarrancho frenético e infructuoso. Niet. Él pensó de forma lógica: ¿Qué sucediera ese día diferente a otros? Que no estaba en casa. "Llámala y dile que vea dentro de su bolso", dijo él. Allí estaba el mando. El gusano de la demencia había empezado a roer su cerebro y los gerontólogos asperjaron su bautizo siniestro: Alzheimer. En su 'resi' hay un precioso jardín que mira al río y cantan a coro; a veces le dan percebes y la cuida gente maja que ama a los ancianos; incluso la visitan todo lo que pueden, pero su ausencia les araña. Sumando desgracias, padre, hermana, tía y madre contaron cuatro. Cuatro de ella.

En 2012 el padre de él sufrió un ictus. Tan incapacitado como Ramón Sampedro pero con dos diferencias: que no hablaba aunque entendía y asentía y que movía el brazo izquierdo; un lujo: podía rascarse o espantar de su frente una mosca cabrona. Sufrió mucho, pero tan buen tipo que besaba como si le fuera la vida, rehusando intensificar con su padecimiento el dolor de su familia. Un diciembre frío de 2014 colocaron la lápida en su nicho. Hace unos meses le tocó a la madre de él. Un año antes a su tía, que le regalaba colonia buena y se ofreció a pagarle el carnet de conducir cuando andaba con una mano delante y otra detrás. Cariñosa, coño.

O sea que en poco más de un decenio la aldaba de la tristeza golpeó la puerta de sus vidas siete veces. Eso sí, bien trajeada. Perfumada con su nombre científico, discreta pero efectiva. Siete cicatrices. Cuatro de ella, tres de él. Cicatrices que eran como el resultado de un paseo por un campo de minas. Pero para ser justos. También había llamado a la puerta su hija. Con fuerza, deseadísima y paliando esa desazón en que los sumió la muerte en torno suyo. Sobre eso hablaban en la terraza del bar. Concluyó ella: "—Cómo sufrimos ¿no?; —Sí. Pero sin rendirnos ni pedir nada a nadie; sin victimismos ni pastillas para dormir. Y arrancándole muchos momentos buenos a la vida", dijo él. Luego paladeo el fondo espumoso de su 'Mil novecientos', dispuesto a disfrutar lo que quedaba del día como si fuera el último de su vida.