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Comer en Marín

AL CRONISTA dejó de interesarle la gente vip. El cronista hace tiempo que volvió a sus cuarteles de invierno, guarida cálida en la que entra quien a él da la gana. Con todo, al cronista aún hay cristianos que lo invitan y él, comensal que fue de algunos restaurantes postineros de España, se deja querer, agradece el ofrecimiento y lo cumplimenta paladeando la erótica de la sencillez. A veces, lo caro es enemigo de lo mejor. El domingo Juan y Rosi, a los que un azar puso en la vida del cronista para honrarlo con su amistad, lo convidaron a casa de sus ancestros y, en contubernio con ellos, le prepararon una papadela digna de Pantagruel. El cronista, de buen diente pese a su enteca figura, dejose querer y se preparó para el ágape echándose previamente a la Armenteira desde Meaño, en apenas una hora de trote, con el fin de precalentar su andorga para el porvenir. Commeilfaut. La cita, en Estivada. En el Marín alto y mirador. En ese Marín alpino y encrespado que linda Pontevedra y calla mientras desde la capital le damos codazos. (El cronista tiene para él que Marín y Pontevedra son lo mismo y no hay cristo en el cielo que pueda convencerlo de lo contrario; el cronista lleva consigo Mogor, el trole y la discoteca Chapí como se lleva un recuerdo arañador, con ese agrado íntimo y nostálgico que se adhiere ala placenta de la memoria. El cronista, más escamas que un galápago, sabe que si no fuera por el interesado despiste político, empeñado en el mantenimiento a ultranza del propio chiringuito competencial, hace lustros que Marín y Pontevedra se habrían fusionado, porque no hay marinense que no sienta suya la Plaza del Teucro ni pontevedrés que no haga lo propio con Portocelo). Pero estábamos en Juan. Juan es un milico vocacional de la BRILAT que se juega las pelotas con sus compañeros en misiones internacionales para garantizar nuestra seguridad. Un soldado de la paz. Bosnia e Irak son muescas en su vida y, cuando toca, Juan lía petate y deja familia y hacienda para irse de maniobras por el mundo adelante. Pero no nos dispersemos. Estivada mira a Tambo y en Estivada es saludado el cronista con los clarines del pulpo más terne que comerse pudiera, aliñado, a mayor disfrute, con un pimentón picante que se revela en el paladar con la pillería de una lolita adolescente. El cronista, de suyo agradecido, se calceta tres cuartos de fuente de pulpo con media hogaza de pan de manteca de miga amorosísima. Y cuando el primer plato se antoja insuperable llegan las vieiras. Las que el cronista se comió (el cronista solo miente como se despelotaban las actrices del destape, por exigencias del guión) maridaban, en perfecta simbiosis, el regusto a mar de la vianda con un adobo ponderadísimo. El cronista, que es mirado y sabe sujetar sus hambres y también sus formas, se detuvo en la cuarta vieira, no en vano recuerda que Santo Tomás ubicó la virtud absoluta en el término medio. Y llegó el descanso, consistente en unos langostinos a la plancha -de Champions- que dieron paso al segundo tiempo. Pitido inicial con centolla de la ría en justo punto de cocción y sazón y con un levísimo toque de laurel y ala que el cronista, metódico, escarbó sus entrañas en entretenida liturgia con el oportuno garfio. Cuando todo semejaba concluso, al cronista lo ajusticiaron suavemente, como hacía Roberta Flack con su canción, con un cordero casero y un pollo de idéntico empadronamiento de imposible rehuse. La bendición, asperjada generosamente, obra de blancos y tintos del país; el blanco, evocador del albariño de Lantaño y el tinto, un vivaraz vino nuevo que resistiría sin mácula el más exigente control etílico de la benemérita. Tras los postres, Don Gabriel, uno de sus anfitriones, obsequió al cronista con un aguardiente de hierbas viril pero no exento de dulzura, un aguardiente alejado de la aspereza con que se destilan, frecuente y torpemente, los orujos. En tanto, Don Gabriel elogiaba a María Ramallo, la alcaldesa, que -dice- atende moi ben aos veciños. Y cuando al cronista ya le flojeaban las persianas de los ojos y se le ponía cara de oveja alimentada con Orfidal, Don Gabriel tuvo el acierto de agarrarlo enérgica e irrecurriblemente de un brazo y llevárselo en volandas a su habitación. Allí, en veinte minutos de reparador duermevela digestivo, el cronista agradeció que en estos tiempos insulsos exista gente de corazón anchuroso-benditos sean los mansos-que lo vayan alimentando y le consientan el usufructo de su cama. De vuelta de la siesta, el cronista aun tuvo tiempo de cantar con los peques Susanita tiene un ratón y de gritar ¡Viva Marín!.

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