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El peleador de cerdos

YO, COMO EL personaje de Blade Runner, vi cosas más allá de Orión que estaban en una galaxia más cercana, porque Orión era Fernández Ladreda, sus adoquines, la ropa a clareo y una tele gris en la que el General Franco inauguraba embalses. Con seis años ya me gustaban los informativos y ese niño-telediario anticipaba el inconmensurable tarado en que iba a convertirme. En modo alguno defraudé las expectativas que se habían creado en torno a mí: "Mamá (mi padre llamaba mamá a mi madre, la suya no pasó de ornato) este rapaz ve mucho la tele; que vea Valle de Pasiones o el Virginiano pase ¡Pero a Franco! Va a haber que llevarlo a don Antonio Días Lema y que le dé calcio Sandoz, o unas vitaminas..."

Vi mucho, sí. Vi en el Molinón a Valdés, un medio centro canterano que la tocaba de maravilla. Lo vi en un partido (que parecía jugarse en Anatolia, por las interferencias) en que el portero visitante sacó, patadón y tal y saltó Valdés para cabecear en el centro del campo. Y entonces a Valdés se le cayó el peluquín. El mundo entero fue silencio y Valdés, avergonzadamente digno, se agachó, cogió el postizo y con él en una mano enfiló el vestuario como si hubiera muerto su madre, lento y a solas con su calva pero acompañado de veinte mil tíos que no sabían bien si reír o llorar. De aquella no había cambios, así que el Sporting se quedó con diez. A Valdés le fallo el adhesivo —o el adherente— y de él nada volvió a saberse futbolísticamente. Quien sí supo de él, intuyo, fue el cabrón que le vendió el tupé.

Y vi a un insigne pontevedrés, que preside hoy una cosa de mucha enjundia, tirado en el suelo con un cerdo enorme encima mientras él, debajo, trataba de acuchillarlo en el cuello ataviado con un mono de mecánico, como Tarzán a muerte con el cocodrilo. El cerdo saltara del banco, aterrado ante su fin porque en Fernández Ladreda, en los sesenta, la matanza era tradición. Hoy, este pontevedrés da conferencias y concede entrevistas. Un día le voy a hacer una para rememorar aquella ejecución inminente en la que marrano y hombre pelearon, en noble lid, a brazo y jamón partido. A lo peor se avergüenza, pero para mí su actuación rozó, en aquel club de la lucha, la heroicidad.

También vi como Baltazar, brasileiro del Celta, intentaba saltar sobre Gallardo, portero del Málaga y que había salido a atajar un balón. Estaba con un amigo en Río Bajo, a pocos metros del área y casi tocaba con la mano a ambos. Atendieron a Gallardo y continuó jugando, eso sí, medio grogui. Luego pidió el cambio y esa noche lo ingresaron en Povisa. Vomitó, perdió el conocimiento y veinte días después murió. Lo de Baltazar semejó un simple roce de la bota con la cabeza del chaval. Baltazar era Atleta de Cristo y a Cristo le rezó con la veneración del obseso, porque Baltazar no entendía ser el protagonista de la muerte de un compañero, el responsable último de su viaje a la eternidad. Le rezó, decía. Pero Cristo permaneció sordo, mudo e insensible a la recomendación de Baltazar, que no traficaba con influencias divinas y simplemente pretendía la vida de su compañero.

Y vi, jugando en Tercera Regional, como el portero de nuestro equipo intentaba una día recoger la pelota en el punto de penalti cuando Manolo Matarife, delantero rival, entró con la rodilla en alto impactándola en su boca y mandándole al carallo media dentadura, que quedó melancólicamente esparcida entre el área pequeña y la grande. Y aún recuerdo, aterrorizado, a nuestro extremo derecho con un molar sanguinolento entre los dedos intentando que el delegado se hiciese cargo de aquello. Y recuerdo, como si fuera hoy, que al salir a por el balón nuestro Ter Stegen había gritado lo que todos los porteros en tal trance: "¡Voy!". Y efectivamente fue, pero a Urgencias de la Merced a que lo curase el doctor Carballo.

También vi a Albino en Pasarón meterle en un partido nocturno de copa cuatro goles al Coruña, que todavía no era el "Depor" porque el "Depor" es una alquimia "lendoiriana" que se quedó en las telarañas de unos títulos más la indigencia económica de hogaño. Que a ver…

Y vi a Ovejero, uno de los más insignes leñeros de la liga, que jugando con el Tarrasa en Pasarón fue capaz de meterle un golazo de falta a Sánchez cuando su técnica se limitaba a un Master Chef de tibias y peronés contrarios guisados a fuego lento, y que además, en su puta vida había lanzado un libre directo.

Y con estos ojitos que se ha de comer el bicherío también vi a un compañero del Figueirido, buen amigo mío, escapar del equipo contrario y de veinte o treinta seguidores y hacerse fuerte, en una ladera aledaña al campo, con una tranca entre sus manos que blandía amenazante diciendo que al que osase tocarle un pelo le abría la cabeza, porque querían lincharlo allí mismo por mandarle un viaje a la estrella del equipo contrario. Aquel día, en el campo del Beluso, vi la mejor síntesis de Faluya y Vietnam.

Y vi el miércoles un resumen del clásico, y de corazón: Qué puto aburrimiento. Prefiero la calva de Valdés, su dignidad fallida y tardofranquista a la melena-nenaza de Griezzman; el llanto y el dolor de Baltazar —y la muerte en acto de servicio de Gallardo— a la ostentosidad de Suárez sorbiendo su yerba mate; y prefiero a nuestro portero, agenciándose un dentista, a la napia flamenca del Cyrano Courtuois; y al Albino rapado por la mili, cuando los cuatro goles, a la magia fallida de Isco, que tiene la varita gripada; y a Ovejero con la motosegadora de sus tacos a los penaltis a lo Panenka de Ramos. Y prefiero, se lo juro, a mí amigo con la tranca, en legítima defensa, a los seguratas del Nou Camp.

Y por supuesto, prefiero mil veces al peleador de cerdos, cuchillo en ristre, a la mierda de política encanallada con que desde Madrid y Barcelona nos tocan los cojones. ¿Saben por qué? Porque, entonces, todo era más verídico, más natural. Porque todo era más verdad.

E como vai ser Nadal, que vivan os que cocen o marisco.

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