Blog | ¡Callarse, becerros!

El precio de la dehesa

HASTA San Roque me llevaba. Se trataba de esperar a mi padre. Le gustaban los toros. Recuerdo una crónica recién salido: “El público lanzaba almohadillas. Mimá, qué escándalo”. Vino algún torero a tocarse los huevos a Pontevedra y cabreó a la peña. La palabra “público” sonaba a vago tecnicismo en boca de papá. Vomitaba el coso una masa que confluía en el paso a nivel y, luego más lentamente, fluía en procesionarias andantes hacía la Barca, la Alameda y Reina Victoria. En el aire un aroma a habano exhausto, a bosta y orines recalentados y a vino barato. A veces coincidía un tren que chiflaba su monstruosidad y su carbonilla y la gente contemplaba su magnificencia mientras bajaban las barreras del paso a nivel. En una ocasión, de anochecida, el tren arrolló allí a un tapia que no oyó el pitido. El cacho más grande de aquel infeliz fueron a recogerlo cerca de la Audiencia y, dijeron, no abultaba más que un solomillo rácano. Pobriño.

1960 toros

Vi la primera corrida en un General Eléctrica, televisor con selector de canales que, al accionarlo, se caía dentro. Funcionaba solo el UHF y lo acompañaba un inseparable transformador de corriente. Nos lo vendiera “Ferpaz” en aquella ruta inolvidable que formaban el sanatorio Santa Rita del doctor Alonso, el olor a chocolate del portal de Cancela y la propia tienda de electrodomésticos de Fermín. Venía luego la panadería de Acuña, con su olor a pan recién cocido y, hacia Ponte Bolera, el edificio de Sanidad, que habían erigido los jerarcas franquistas para disimular el Reformatorio ¿recuerdan? un campo de concentración legal donde azotaban a los niños con gomas de butano. Aquella corrida fue nocturna y aburrida a los ojos infantiles, pero retenida por cercana y primeriza: Desde Pontevedra para el mundo por Matías Prats senior. A veces se iba la señal, pero papá se levantaba, le daba una hostia lateral y recuperaba la pantalla una perfecta `high definition´ blanquinegra. Qué felices en la precariedad, joder.

No sé si por ese virus que mi padre inoculó en mí, por aquella corrida televisada o por simple simpatía -“Onde vas, Vicente? Onde vai a xente”-, comencé a ir a los toros joven. Vi el golpetazo de un asta al Niño de la Taurina, que pasó de sanguíneo a lívido porque la muerte le rozó; vi los malabarismos del Soro con las banderillas, más circo que toreo, y vi la cogida de Antoñete, que resbaló, cayó en el albero y cubrió su cabeza; lo olisqueó el toro con el asco propio con que supongo olfatean los animales a los hombres y decidió indultarlo porque, con buen criterio, creyó que Antoñete era un honorable artista del toreo prejubilado. El astado prescindió del dictamen preceptivo del presidente y Antoñete siguió acelerando su cáncer de fumador empedernido y comentando las corridas, con Manolo Molés en la SER, los domingos de madrugada.

Luego me introduje en la erudición taurófila, el Cossío y la historia de la plaza de Pontevedra, de Parrita. Reposan en mi biblioteca volúmenes tauromáquicos. Leí largo y creo que algo entendí de toros. Me distraje con cuatro o cinco biografías de Manolete que son de las mejores novelas realistas escritas jamás: La madre, su fanatismo católico y su influjo fatal en el hijo; Lupe Sino como amor verdadero y la sangre yéndosele a Manolo colchón abajo, matándolo suavemente el suero empodrecido inoculado por la duda de su apoderado Camará y el médico madrugado desde Madrid a Córdoba. Iba a la plaza y pedía silencio a ciertas peñas que quebraban el respeto a la faena con su algarabía etílica. Pero llegó la sensibilidad de la madurez. El repudio a la violencia, la sangre y la crueldad con los animales. Mi amor por ellos. Y es que verán, la diferencia entre un toro y un hombre es la certeza de su muerte que posee el humano. Eso, su estúpida negación del dolor del animal y su sadismo.

Todavía identifico arte con tauromaquia: el baile mágico en la plasticidad del pase

Nos enseñaron el camino los portugueses, pero nosotros, bobos pertinaces, permanecimos empecinados en el error, transitando la trocha errada de la suerte suprema como suprema crueldad. Todavía identifico arte con tauromaquia: el baile mágico en la plasticidad del pase; la estética de la composición corpórea, el andar garboso, el desplante estatutario. La dinámica armónica que emociona. Claro que hay arte en el toreo. Tanto que no necesita la muerte del toro para completarse. Lo explica Garci en “Tiovivo”. Madrid en invierno. Florida Park, hambre y postguerra. Toreo de salón. Un maletilla con una cornamenta en sus manos haciendo de toro; el diestro, sutileza vestida de luces, que encandila toreando. Olés corales, paseíllo y salida a hombros. Paladeaban el arte como en la plaza, pero filtrando la crueldad y la muerte, que nunca pueden ser espectáculo. “Tiovivo” es de las buenas de Garci y el mejor papel de Francis Lorenzo haciendo de camarero. Su conversación telefónica, burlado en su frustrada pretensión de ser actor, la merecen los alumnos en las escuelas de cine porque es una magistral lección de interpretación. Pero a lo que iba.

La muerte del toro en la suerte suprema, créanme, no es más que la justificación del generosamente retribuido contrato del torero. O sea, el precio de la dehesa que terminan comprándose todos los diestros para llenar su interior con cabezas de morlacos que decoran las paredes. A mi juicio y con todos los respetos, una cabalísima horterada.

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