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En cinco horas

UNA TARDE de 1941 María López Ducos llega a Valencia. Llueve. Expulsada de casa por su padre ("por puta", dijo papá) su delito es una hija de soltera. María porta por toda pertenencia una maleta y se refugia en un cine de la calle Sueca, en el barrio de Ruzafa. El cansancio la duerme y Salvador Rovira Pérez, conserje y acomodador, la despierta con la sala ya vacía. Conmovido por su desamparo y al mismo tiempo atraído por el físico de María, Salvador, hombre de confianza del propietario del cine, la invita a quedarse esa noche en el apartamento contiguo, que pertenece a su jefe y él ocupa con su consentimiento.

María acepta. Comienza entonces una relación sentimental apuntalada en lo material por el trabajo como limpiadora en el propio cine que Salvador consigue para ella. Salvador, de mediana estatura, tira de una pierna. Cuando no está borracho es agradable y amigo de sus amigos. Responsable en su trabajo, no ha fallado una sola vez en las tareas encomendadas pero, si bebe, Salvador se vuelve faltón y violento. Tanto que -retengan este dato-, está fichado policialmente por un altercado. Salvador, separado de hecho de su mujer, cumple sin embargo regularmente con el deber alimenticio respecto de su hija.

María, ya se dijo, ha debido huir de la casa paterna pero mantiene correspondencia con su madre, que le habla de su hija. María ansía reencontrarse algún día con ella. Al principio, la relación entre María y Salvador marcha, pero se deteriora paulatinamente como consecuencia de las frecuentes borracheras de él, que la insulta y agrede físicamente. Salvador se gasta la mayor parte de su sueldo en alcohol y María empeña algunos objetos para poder llegar a fin de mes. De complexión y carácter fuertes, María no se arruga. Las disputas se suceden con agresiones iniciadas por Salvador y respondidas por María, que tienen causa crónica en la adicción al alcohol de él. La relación es tormentosa y destructiva y María la sobrelleva obligada por las circunstancias, a la fuerza ahorcan.

La noche del 27 de junio de 1950, Salvador llega mamado a casa e insulta a María que, nerviosa, recuerda haber olvidado encima de la mesa de la cocina el documento acreditativo de un empeño de ropa. Salvador ve el papel antes que ella acierte a ocultarlo y monta en cólera. Agarra a María del cuello con la intención de asfixiarla y en el forcejeo, María, haciendo palanca con las piernas empuja a Salvador que cae hacia atrás y golpea su cabeza contra un adorno metálico. Repuesta, María cree a Salvador inconsciente, fruto de la borrachera. Como muchas veces antes lo arrastra y sube a la cama para que duerma la mona. Se desviste y mete en el lecho al lado de Salvador.

Recordando este crimen pienso en cuando hoy algún malnacido hijo de puta mata a una mujer. Y reflexiono sobre esos minutos de silencio vacuo

Por la mañana, María se levanta y tras desayunar lo avisa de que tiene el tazón de leche en la mesa. Pero Salvador no contesta. Se acerca y al tocarlo percibe su frialdad y rigidez cadavéricas. Ha dormido con un fiambre. Asustada, toma la decisión de hacer desaparecer el cadáver. Con una sierra de arco y un serrucho que se utilizan para reparar las butacas del cine, María descuartiza a Salvador. Comienza por piernas y brazos, que depila cuidadosamente. Corta la carne donde hay un par de tatuajes y pinta las uñas de pies y manos con esmalte, así parecerá el cadáver de una mujer, confundirá a la policía y hasta es posible que el crimen sea irresoluble, piensa.

Luego secciona el tronco en dos mitades y corta la cabeza. El tronco dividido lo introduce en sendos sacos previamente envueltos en papel azul del que se utiliza para imprimir las localidades del cine; piernas y brazos, envueltos en idéntico papel, van a dos capazos de mimbre. La cabeza ocupa una lata a granel de galletas que cubre de estiércol y serrín y que esconde detrás de la pantalla del cine. El estiércol, cree, acelerará la descomposición. Las extremidades las deposita tras una tapia próxima a la calle Centelles que resguarda las vías del tren a Barcelona; el tronco lo deja detrás de un kiosco entre las calles Sueca y Denia.

Un sereno y un guardagujas tropiezan, a principios de julio aunque en días diferentes, con la macabra casquería. María pasa a la historia de la criminología española como la homicida que empleó menor tiempo -y una pulcritud digna de elogio- en descuartizar un cadáver, apenas cinco horas. Tan perita y diligente en la disección que un carnicero próximo es detenido: la obra parece hecha por un profesional. Sin embargo, el trabajo no es perfecto. María comete cuatro errores: No hacer desaparecer la cabeza, no retirar la piel de las yemas de los dedos -igual que había hecho con la carne de los tatuajes-, utilizar el papel del cine para envolver los restos y no depilar el tronco.

En pleno verano valenciano, la cabeza en descomposición tras la pantalla del cine comienza a emanar un olor fétido, que los asistentes a las proyecciones protestan hasta el altercado. El propietario comparece y da oxígeno a María: el olor proviene de las ratas muertas por el raticida puesto en el cine. María, para disimular el hedor, quema espliego. Vano. La cabeza, fotografiada en el sumario, muestra un color negruzco y un abotargamiento labial que evidencia su extremo grado de descomposición; curiosamente, los ojos, completamente abiertos, sugieren una extraña paz. La policía desprende la piel palmar de Salvador como un guante. La deshidrata y endurece y entonces la piel comienza a hablar. Es la misma que consta en una ficha policial diligenciada el 29 de julio de 1947 a causa de un incidente protagonizado por un hombre ebrio, Salvador Rovira Perez, domiciliado en Valencia, calle Sueca número 22. María se desmorona y canta. Es condenada a seis años de cárcel por homicidio y a seis meses por inhumación ilegal. Aun sin antecedentes, la sentencia se refiere a María como "mujer de mala conducta".

La hija de soltera basta para que el timorato sistema judicial franquista la califique. Y fíjense. Recordando este crimen pienso en cuando hoy, tan a menudo, algún malnacido hijo de puta mata a una mujer. Y reflexiono sobre esos minutos de silencio vácuos, sobre esas declaraciones altisonantes o sobre esas protestas arrebatadas que, al día siguiente, concluyen en una indigna y vergonzosa normalidad: El muerto al hoyo, el vivo al bollo.

Y entonces me acuerdo de María López Ducos. Y saben, no me importa reconocerlo: no puedo dejar de hacerlo sin sentir por ella y por lo que hizo una abierta simpatía.

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