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Esplendor en la Parda

Mónica Volta y Quique Gallego. JAVIER CERVERA
photo_camera Mónica Volta y Quique Gallego. JAVIER CERVERA

E spaña huele que apesta a guerra civil, larvada pero con síntomas, soterrada pero emergente a ratos. España, en realidad, no abandonó la guerra civil desde las guerras carlistas. Incluso desde la reconquista, porque ya habíamos pasado mucho tiempo siendo moros.

Lo dicho. España afila sus facas y bruñe sus bayonetas para que resbalen mejor al penetrar la carne del hermano; España copula sus baquetas en el ánima del fusil para que el tiro sea certero, porque cuando se trata de matar al hermano, a un compatriota que discrepa cualquier precaución es poca.

En realidad, España nunca abandonó una guerra civil con treguas: Cánovas y Sagasta, Franco y la transición. Pero ambas Españas permanecían, aun lo hacen, avizoradas, en guardia, centinelas una de la otra, del enemigo ideológico al que hay que eliminar.

Quizá no fuese malo reflexionar. En el 36 todo comenzó con la batalla parlamentaria, un intercambio de amenazas de muerte de unos a otros. Pasionaria diciendo a Calvo Sotelo que saldría con los pies por delante; la mujer del Teniente Castillo recibiendo de los ultras anónimos sarcásticos en los que le preguntaban por qué se había casado con un muerto; Calvo replicando que tenía las espaldas anchas. Anchas, sí, pero no blindadas.

Y a medida que aumentaba la temperatura de julio, aquel 36 en el secarral madrileño, hervía también la sangre española, que es una sangre mestiza de moros y vándalos, un crisol enrojecido de razas que se invadieron y se juntaron, que primero procrearon y luego se mataron porque el español es un coctel Molotov con su mecha a punto de prender el fuego estallado de la guerra; porque el español es, qué pena, el a por ellos permanente, el mátalos constante, no importa quiénes siempre que sean compatriotas.

En Esplendor en la hierba el amor, que era verdadero en los jóvenes, no pudo durar

Al Teniente Castillo lo ametralló el fanatismo de derechas y a Calvo el de izquierdas. Los asesinos de Castillo eran una equis de tradicionalistas o falangistas, qué más da, nunca identificados y los de Calvo, gallego de Tui, otros dos gallegos que acabaron con él: Condés, teniente de la Guardia Civil que mandaba el operativo y Cuenca, que apretó el gatillo de los dos tiros en la nuca que tiraron la vida de Calvo sobre el banco de la camioneta número diecisiete de los Guardias de Asalto.

Castillo tenía 35 años y Calvo 42, si no recuerdo mal. Castillo, colador ametrallado pidió que llamaran a su mujer: fue lo último que le oyó decir la vida; a Calvo lo zapatearon en un cobertizo del cementerio del este con la americana tapándole la cara ensangrentada y seca, el rostro hecho cuajada roja y cuarteada. El hermano por el hermano, el compatriota por el compatriota. El ojo por ojo.

En el velatorio de Castillo alguien dijo no tenemos cojones si no nos cargamos esta noche a veinte señoritos. Y entonces hicieron una terna en la que figuraban Lerroux, Gil Robles y Calvo Sotelo. Lerroux no estaba en su chalet, Gil descansaba en Francia y Calvo estaba en casa. Había escuchado el concierto de la radio en la habitación de su hija Enriqueta, que estaba enferma. La besó en la frente y se fue a dormir. Enriqueta contó que esa despedida de su padre, que no intuía para siempre, fue el mejor recuerdo que pudo quedarle de él. Tenía trece años.

Castillo el sábado y Calvo la madrugada del domingo al lunes. Campanas de muerte sonando a escabechina; tañidos de luto que eran el quejido plomizo de la sangre que empezó a correr el 17 de julio del 36, ese viernes maldito para España y su progenie. El resto ya lo saben. Franco.

La represalia que engendra represalia; el odio que cría el odio como cría el agua estancada miasma y podredumbre. El español contra el español siempre. La puta ideología que todo lo ensucia con su porquería de idealidad, con sus promesas supercheras de vida mejor; la batalla por la superioridad moral que exige la laminación del antagonista, el tributo de la vida ajena. Qué asco, coño.

Y ahora que vemos, otra vez, a derechas e izquierdas partiéndose la cara en San Jerónimo, retándose la vida en sus discursos, enseñándose los dientes como lobos rabiosos y ávidos de sangre pensamos en el 36, y en lo poco que hemos aprendido.

Porque oímos a Iglesias y a Cayetana, a Abascal y a Espinar y sentimos el pavor del pasado, el terror de los abuelos, el hambre y la guerra posibles diezmando nuestras vidas. Y entonces nos acordamos del gordo feo pero culto, del Azaña del mitin de Valencia, la plaza hecha auditorio y él gritando a España entera y a todos sus hijos paz, piedad, perdón.

Y ni caso.

Por eso, cuando la estupidez tórpida de nuestros políticos madrileños nos trae recuerdos funestos, ese aire tétrico en el que olemos la sangre, por eso, decía, necesitamos el amor. El amor de nuevo. El amor siempre. El amor redivivo en el triángulo de Azaña, porque el amor se solidifica en el afecto, pero también en la piedad, en la paz, en el perdón. O sea que a ver si tomáis nota y dejáis de mataros en la expresión hiriente, en la réplica ofensiva, en el insulto soez, políticos del carajo.

Por eso necesitamos el oasis ante el drama que intuimos próximo. El amor que nos dejaron en el Diario Mónica Volta y Quique Gallego. El esplendor en la hierba en su septiembre de la vida. El esplendor en la Parda que no dirigió Kazan sino una jueza de familia que bendijo, con el Código Civil, la unión laica.

Qué historia. La Boa Vila exportando el guion cinematográfico. Los jóvenes que se conocían, Mónica y Quique y que seguro se gustaban pero a los que la existencia condujo, caprichosa, por otros amores. Y que hicieron sus vidas y engendraron otras como ramas que salen del tronco común. Luego los divorcios.

Mónica y Quique como antídoto frente a la guerra incivil, como camino único porque para salvar al ser humano no existe más sendero que el amor, que ahora recuperan ellos.

Amor casi crepuscular pero inteligente, amor fuerte por necesitado, recuperado y complementario. El amor de Quique que completa el de Mónica y el de Mónica que seguro colma a Quique en la antepenúltima vuelta de sus caminos. Uno para el otro, rejuveneciéndose, retornando al pasado que pudo ser y no fue en el ayer y que por fin es en el hoy, en el ahora, pleno y maduro como un bálsamo en el mar de estupidez cainita en que naufragamos.

En Esplendor en la hierba el amor, que era verdadero en los jóvenes, no pudo durar.

Esa es la fortuna de Quique y Mónica, su particular tesoro. Lo que ni cine ni literatura consiguieron: Esa pica en el Flandes de Cupido, la felicidad llegada para siempre con un beso en un flamante juzgado de la Parda; un sí que recupera tiempo y llena el paréntesis del amor interrumpido.

Lo que no consiguieron Natalie Wood y Warren Beaty, los inolvidables Deaney y Bud de Esplendor en la hierba lo exhiben orgullosos ellos, dos pontevedreses que se aman, dos pontevedreses que prefirieron amarse a batallar, que eso lo dejan para otros.

Quique y Mónica, Esplendor en la Parda.