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Guillermo en la Meca

Ábalos en la capilla de Moncloa para una novena en honor del corona virus. Ábalos mató y trinchó un pavo y celebró acción de gracias, como en Chicago. A Ábalos le vino muy bien el covit-19 para neutralizar la infección Delcy. Una peniña el afer, porque Ábalos, el ministro del abdomen generoso, parece un buen tío. Alguien a quien un señor X, alto y guapo, encargó el trabajo sucio de no desairar a Maduro. Iglesias quiso quedar bien con los comunistas bolivarianos y lo logró sin daño propio. Listo. Iglesias tiene su mano, como tenaza, en las pelotas de Sánchez. Ábalos instrumentalizado, tontorrón útil. se puede ser político e inocente. 

A mí me importa un carajo el coronavirus. Cuando mis progenitores aparcaron su platillo volante en Fernández Ladreda, febrero del 66, quedé inmunizado contra el universo viral. La estación del ferrocarril, semiderruida en la Plaza de Galicia, el monte de los Ciegos y el Gafos a cielo abierto convertían en imbatible el sistema inmunológico de la rapazada. Y trazaban un cordón sanitario en torno. Nuestros leucocitos se abalanzaban iracundos contra los gérmenes y se los cepillaban con la misma rapidez con que John Balan daba cuenta de una fuente de fanecas. 

Nos bañábamos una vez a la semana y el resto de días por parroquias. En nuestros pies reinaba la roña y bautizamos aquello como pecas. Éramos duros y bizarros –cachotes, decían–, y jugábamos al fútbol en el campo de Domínguez, una alfombra herbal a la que salpimentaban cuatro o cinco hermosísimas y frescas bostas de vaca. Y a veces, imitando a Fuertes o a Odriozola, caíamos sobre ellas y embadurnados en purísima mierda ecológica continuábamos adelante con la misma fe con que los marines, en Vietnam, avanzaban sobre los Charlies. No sentíamos las piernas… 

Lo dicho. Un carajo me importa el corona virus. Porque allí, en F. L.  y muy niños, vimos que la vida iba en serio. Éramos, con ocho, nueve o diez años unos visionarios: intuíamos el dolor, la ingratitud y la ruptura arribando a nuestras vidas para apretarnos su nudo corredizo. Por eso exprimimos cada instante infantil y nos curamos, para siempre, contra la hipocresía, la corrección política, el buenismo, la trinchera mediática, la autocensura columnística y la expresión meliflua. Es posible que Miguel Ángel no tarde en echarme, pero hasta ahí continuaré haciendo apostolado de la incorrección.  
 
Es cierto que hubo un apeadero intermedio entre la felicidad de la infancia y la infelicidad de la estación Termini y agreste de la madurez, la adolescencia. Pero sabíamos cómo narcotizar el tránsito. Organizábamos concursos de pajas y al pódium subía aquel al que, dándole a la manivela, primero sacudía la descarga eléctrica del orgasmo, un clímax juvenil poco perfeccionado que identificábamos con agarrarnos, con las manos mojadas, a ambos polos de la batería de un Simca.

Y además, qué temer si entre nosotros estaba Trueno Veneno. Trueno era un plus inmunológico frente al caldo cultivado de la infección. Había contribuido Trueno, decisivamente, a fortalecer nuestro sistema inmunológico, y del modo más natural. De hecho, solo lo admitíamos en nuestras correrías si estas tenían lugar campo a través. En clausura lo rehuíamos porque te arriesgabas a perder la vida. Compartir el don de Trueno era como ingerir una cucharada de Ébola con el estómago vacío.

Porque cuando Trueno Veneno, nuestro amigo de la infancia, se tiraba un pedo, lo que seguía no era un contagio de coronavirus, sino una macro dosis de Ciclón-B, una vaharada letal como aquella con la que Hitler gaseó a  millares de judíos. No es coña. Un único pedo de Trueno era un holocausto gasístico con el que hubiera podido sustituir el suministro entero de gas natural argelino a toda la península ibérica. 

Cómo sería la intensidad de sus agresiones eólicas que huyendo de uno de sus misiles un colega ganó, esprintando, al autobús de la Unión en el tramo que separaba Ponte bolera del cuartel de artillería. Era tal el pánico que teníamos al poder destructivo de su `retambufa´ que hubiéramos podido correr los cien metros lisos en las olimpiadas de Méjico. Con medalla. 

Tan no hay exageración en lo que cuento que incluso Crisantito Conachas, que era una niña en el cuerpo de un niño y al que admitíamos a regañadientes porque nos parecía raro, se dirigió un día a Trueno, verdaderamente enojado, para reprocharle su mala educación y su incorregible tendencia a imitar a los cerdos. Ese día Crisantito adoptó una pose y un tono varonilmente impostados, inhabituales en él, y encarando a Trueno intentó corregir su desahogada conducta: "Trueno, eres un marrano y un delincuente". Pero a Trueno se la traía floja; lo de delincuente debía sonarle en exceso profesoral y entonces reía, sarcástico; luego, recuperada su seriedad, contraatacaba: Cállate maricona, trucha. 

O sea que coincide el coronavirus con el carnaval. E Iglesias igual dice que esto es cosa de la de la Monarquía. El corona culpa de la Corona. Todos disfrazados. Sánchez de estadista; Iglesias de la madre de Norman, el cadáver de Psicosis en la mecedora; Casado de tubo de pasta dentífrica y Willy Toledo de Marcelino Pan y Vino; aitor Esteban de tractor; Torra de congrio chosco con gafas; Pere aragonés de Pablo Picapiedra; salvador Illa de chaponcete tímido y acojonado en un internado del opus y María Jesús Montero de tonadillera decadente a la que hurtaron su baúl en el apeadero de Cesantes. 

Y además, qué temer si entre nosotros estaba Trueno Veneno. Trueno era un plus inmunológico frente al caldo cultivado de la infección. Había contribuido Trueno, decisivamente, a fortalecer nuestro sistema inmunológico, y del modo más natural. De hecho, solo lo admitíamos en nuestras correrías si estas tenían lugar campo a través. En clausura lo rehuíamos porque te arriesgabas a perder la vida. Compartir el don de Trueno era como ingerir una cucharada de Ébola con el estómago vacío. 

Porque cuando Trueno Veneno, nuestro amigo de la infancia, se tiraba un pedo, lo que seguía no era un contagio de coronavirus, sino una macro dosis de Ciclón-b, una vaharada letal como aquella con la que Hitler gaseó a  millares de judíos. No es coña. Un único pedo de Trueno era un holocausto gasístico con el que hubiera podido sustituir el suministro entero de gas natural argelino a toda la península ibérica. 

Cómo sería la intensidad de sus agresiones eólicas que huyendo de uno de sus misiles un colega ganó, esprintando, al autobús de la Unión en el tramo que separaba Ponte bolera del cuartel de artillería. Era tal el pánico que teníamos al poder destructivo de su `retambufa´ que hubiéramos podido correr los cien metros lisos en las olimpiadas de Méjico. Con medalla. 

Tan no hay exageración en lo que cuento que incluso Crisantito Conachas, que era una niña en el cuerpo de un niño y al que admitíamos a regañadientes porque nos parecía raro, se dirigió un día a Trueno, verdaderamente enojado, para reprocharle su mala educación y su incorregible tendencia a imitar a los cerdos. Ese día Crisantito adoptó una pose y un tono varonilmente impostados, inhabituales en él, y encarando a Trueno intentó corregir su desahogada conducta: "Trueno, eres un marrano y un delincuente". Pero a Trueno se la traía floja; lo de delincuente debía sonarle en exceso profesoral y entonces reía, sarcástico; luego, recuperada su seriedad, contraatacaba: Cállate maricona, trucha.

O sea que coincide el coronavirus con el carnaval. E Iglesias igual dice que esto es cosa de la de la Monarquía. El corona culpa de la Corona. Todos disfrazados. Sánchez de estadista; Iglesias de la madre de Norman, el cadáver de Psicosis en la mecedora; Casado de tubo de pasta dentífrica y Willy Toledo de Marcelino Pan y Vino; Aitor Esteban de tractor; Torra de congrio chosco con gafas; Pere Aragonés de Pablo Picapiedra; Salvador Illa de chaponcete tímido y acojonado en un internado del opus y María Jesús Montero de tonadillera decadente a la que hurtaron su baúl en el apeadero de Cesantes. 

El disfraz. La perfección imperfecta. La conversación de Nebraska: Papá ¿Por qué nos tuvisteis? Nos cicateasteis el cariño a mi hermano y a mí, respóndeme, papá; y el padre lo hace: Me gustaba follar y tu madre era católica. Suena duro, pero no ofensivo. Ved ahí cierta perfección en lo imperfecto.  
Hay una trocha larguísima entre la transgresión y la ofensa. Con todo lo descarnado de mi estilo, jamás me atrevería a cagarme en Dios. Nunca. Jamás el comentario grueso y soez sobre el símbolo de una religión. Sea la que sea. Mormona, puritana, calvinista, católica o mahometana. Cagarme en Dios se lo dejo a Guillermo Toledo, alias Willy. 

Pero precisemos. Willy no está en la transgresión ni en la provocación. Está, y utilizare idéntico grado de libertad expresiva que el suyo, acampado en el terreno de la sicopatía. Como yo, solo que yo llevo desde los doce años siendo mi mejor siquiatra. 

Megalomanía. Ahí está Willy. Ese punto en que ofender parece novedoso y rupturista. Transgresor. 

Te equivocas, Willy. Más viejo que mear de pie. La ofensa brutal es caverna y garrota. Sabes que el reproche penal, de haberlo, reposaría en lo meramente simbólico. Por eso ofendes.

A ti, Willy, quisiera verte yo en la Meca, megáfono en ristre, el día en que confluyen allí todas las peregrinaciones. Allí y sustituyendo el canto del muecín por tu cagada, machote.  

Te atreves con el Dios católico, pero no con Alá. De hacerlo, no quedaría el reproche en la caricia aterciopelada del Estado de derecho, sino en que, a lo peor, algún islamista iluminado te cortaba los cojones.

Por eso no osas, Willy, con el Dios del Islam. Y por eso, lo tuyo, ni original. 

Profundamente cobarde, sí. Te lo dice un agnóstico.