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Los amantes de A Ponte Vella

Qué fue primero. El hombre o la gallina. A lo mejor antes que ambos fue la piedra. El caso es que el pasado diciembre su cumplieron veinticinco años del despeñamiento más famoso de las historia del amor. Efemérides de una avería amatoria que hoy atascaría la red. El colapso de Internet debería llamarse como ese plato conquense, Atascaburras, que todos sabemos que por la red navega mucho Einstein. Herminio se despeñó con las manos en la masa (o en la pluma), qué más da: cuando uno se muere poco relevante resulta que lo haga con las botas puestas o con los pantalones bajados. Tampoco es trascendente que lo que se traiga entre manos sea cosa, apéndice o animal. El caso es que Herminio cogió a su amada y se la llevó al barrio de A Ponte -contigo pan y cebolla- seguramente a ver la puesta de sol, que a los enamorados alimentan mucho los crepúsculos porque el amor es ese estado de imbecilidad transitoria en el que las cursiladas pasan en la consideración de obras de arte. Las cursiladas las inventaron las Marquesas de Sicurt (repítanlo rápido y les saldrá cursi) e incluso hicieron un catálogo de cursiladas, completamente demodé porque cursilada lo es hoy todo (cursi es la pamela y el pareo con que se pasean algunas por Sanxenxo, pero también pedir amparo frente a la crisis a un santo, cursilada elefantiásica porque todos sabemos que los santos andan ocupados en otras cosas). Continúo. Herminio y su amada se dirigieron a un paraje apartado porque la clandestinidad y el despoblado favorecen siempre el amor (no es verdad, ángel de amor/que en esta apartada orilla/más pura la luna brilla/y se respira mejor). Decía que clandestinidad y despoblado favorecen el amor salvo, claro, que el amor tenga lugar sobre una cama de fentos, porque el fento convierte el ritual amatorio en prurito incomodísimo, en un inacabable Rascallú, cuando mueras qué harás tú incomodísimo. Antes, Herminio le había dicho a un conocido, refiriéndose a su Julieta “Hoy la tierra y los cielos me sonríen/hoy llega al fondo de mi alma el sol/hoy la he visto, la he visto y me ha mirado/hoy creo en Dios”. Seguramente Herminio era muy de Bécquer, que es un poeta para leer enamorado y en primavera mientras contemplamos las mimosas en Monteporreiro. Pero estábamos en que Herminio llevó a su venus a las orillas del Miño, en Ourense, a una zona llamada A Ponte Vella, que estaba sin acondicionar, todo a pedragullo y tal, y allí, sin necesitar seducir a su amada que, damos por sentado, sentía idéntica pulsión amorosa por él, tuvo con ella sexo consentido, o sea que no hubo la prespitación que refería Tojeiro, tan típica del sexo bajo precio sino, como quien dice, “vivir la vida que son dos días”, en palabras de otro ilustre filósofo rural apodado Manolo de Xaniño, a quien recientemente dediqué aquí una loa. Pero ocurrió que, cuando el amor llega así de esta manera, bamboleo, la piedra sobre la que el sexo aquel día se desentendió de razas o especies, cedió y Herminio y su amada se despeñaron como en la novela de Pereda, solo que al revés, en vez de Peñas Arriba, peñas abajo, y luego la roca aplastó el tórax de Herminio no sabemos si alcanzado o no el clímax. La muerte de la gallina (ustedes disculparán, pero omití decir que la amada de Herminio era una gallina) nunca se aclaró cabalmente: si susto, si infarto o si, acaso, exceso de amor. El forense, por el contrario, sí determinó la razón de la muerte de Herminio: aplastamiento de tórax mientras practicaba zoofilia, que literalmente es amor por los animales. Así murió este émulo de Diego Marcilla, el de los amantes de Teruel aunque el sujeto de su amor no lo fuese Isabel de Segurasino Caponata. O Turuleta, la de Fofó, que cualquiera sabe. El cadáver de Herminio lo encontró un chaval jugando al fútbol. Al forense le valió el pantalón medio bajado y la gallina entre las manos para certificar que aquel amor a calzón sacado, aquel amor descastado y sin fronteras había sido la causa del óbito. Un lince, el forense. Luego llegaron los de la funeraria y una vez Herminio en el féretro decidieron que él y su amada compartieran destino, aunque ese último destino se redujese a cuatro tablas de pino. E introdujeron al volátil en la caja para que, como los amantes de Teruel, que descansan en la catedral de San Pedro en un túmulo cuyas esculturas se cogen de la mano, perseverasen en su amor eternamente. Plausible decisión -me parece a mí- la de ofrecer a los enamorados descanso común antes que aprovechar a la amante para un puchero.

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