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"Más sustancia"

Francesco

"Creo que había una pelea porque estábamos todos amontonados. De repente, la multitud empezó a abrirse como cuando Moisés separó las aguas del Mar Rojo. Al fondo aparecieron ellos. Dos. Sobre su flamante uniforme azul marino fulgían las hileras de botones dorados. Llevaban gorra de plato y, alrededor de su muñeca, una pequeña correa de la que colgaba una porra. No tendría más de seis años, pero me impresionó tanto aquello que en ese preciso instante decidí ser policía".

Así explicaba Francesco, Paco para todos porque ocupa su ocio en el estudio del español, el origen de su vocación policial. Francesco es hijo de un zapatero napolitano. Sus padres, profundamente religiosos, se han abierto camino en la América difícil llenando de valores la cabeza de su vástago: honradez, lealtad y amor al prójimo, especialmente a los más débiles. Paco lo asimila y cuando aprobadas las pruebas de ingreso en la policía de Nueva York se independiza, su madre lo sorprende con un fajo de dólares: lo he estado ahorrando para ti desde que naciste, le dice. Francesco abraza emocionado a su madre.

Comienza su carrera y se especializa en investigación camuflada, vestirse como un yonqui e infiltrarse en círculos del narcotráfico. Disfruta de su profesión y los éxitos llegan. Incluso puede permitirse ceder a otros compañeros detenciones suyas. Pero en Harlem huele mal. Muchos maderos obtienen ilegalmente trescientos dólares mensuales por hacer la vista gorda con las redes de apuestas. Trescientos de los de los sesenta. Francesco jamás acepta el dinero y denuncia esas prácticas a sus superiores, que miran hacia otro lado o, en el mejor de los casos, le dan largas. Harto, Francesco y dos amigos recurren a la prensa, que destapa la olla podrida.

Los políticos no tienen más remedio que crear la Comisión Knapp y poco a poco los abusos van remitiendo. Francesco se convierte en un apestado para sus compañeros. Sus jefes lo miran mal y lo destinan a lugares y operaciones de riesgo. En Williamsburg, pretendiendo pillarlos con las manos en la masa se meten en la lobera de unos narcos para detenerlos. Francesco timbra y alguien abre, pero cuando repara en que es un policía empuja bestialmente la puerta y atenaza su brazo. A través de la madera le dispara y la bala penetra en el pómulo alojándose entre el oído y el conducto nasal. Francesco sobrevive milagrosamente pero hoy todavía moquea por los restos de plomo.

A Francesco lo ascienden, le dan una pensión y lo condecoran con una medalla que, con mucha elegancia, sugiere se metan por el canal de la mancha los responsables políticos de la policía. Asqueado, abandona el cuerpo y huye de sus fantasmas refugiándose sucesivamente en Suiza, Holanda y Nueva York. Al policía que dice yo soy la ley, Francesco prefiere el policía que sirve a la ley. Cree firmemente en el Código Ético que jura la bofia neoyorquina: no abusar de la autoridad ni del poder que confiere el uniforme, perseguir al delincuente por encima de todo, proteger a los débiles y respetar siempre los derechos de las personas, especialmente de los detenidos.

Entrevistado no hace mucho en su retiro, Francesco aun hacía gala de socarronería. Decía admirar la praxis de los delincuentes colombianos por su dedicación: vestían un maniquí con traje y un montón de cascabeles y le ponían en el bolsillo del pantalón trasero una billetera. El título oficial de carterista era para el que lograba extraerla sin que sonase ninguno de ellos. También recordaba la detención de un delincuente hispano en el pasillo de las habitaciones de un hotel en el que acababa de robar: preguntado por la razón de su permanencia en el lugar respondió, con enorme convicción 'nada, inspector, esperando el autobús'.

Francesco, algunos lo habrán adivinado, era Frank Serpico. Los amantes del cine recordarán la interpretación que de él hizo Al Pacino en la película de Sidney Lumet. Su cara barbada y su aspecto desastrado, sus collares y colgantes entre la camisa desabotonada están en el poster de la habitación de Tony Manero en Fiebre del Sábado Noche. Serpico fue ídolo de la juventud estadounidense, necesitada de mitos en una época de frustraciones y vacío moral. Es el personaje cinematográfico número cuarenta en las preferencias de los norteamericanos y de su biografía se vendieron más de tres millones de ejemplares.

En España no tenemos a Serpico. En España tenemos a Villarejo, causante de la pelea de verracos en que chapoteó el gremio político por ver quién hizo las confidencias menos confesables al madero, si la fiscal-ministra que piropeó a Marlaska o Cospe, la exsecre general aplicada a husmear las zurraspas de Javier Arenas y Soraya. Villarejo ya demostró hasta dónde era capaz de llegar para tener cogida de los huevos a la élite, por ejemplo, convertirse en empresario autónomo del putiferio o amplificar jadeos reales.

O sea, una suerte de Torrente pelín refinado con grabadora. Sorprende la lucidez de Santiago Segura que en 1998 ya ideo un personaje que adelantaba a Villarejo en su tipismo castizo y cutre ¿Se acuerdan? Sentado en un modesto restaurante de barrio Torrente dice al camarero "ponme las sobras en un papel ‘alumínico’ de esos"; "qué sobras", pregunta el empleado, "en su plato ya no queda nada"; educado, Torrente dice "cómo que qué sobras, subnormal, las de las mesas ¡será gilipollas…!". En España ya sabemos quién se comía las sobras que el comisario preparaba con su grabadora. En realidad, a Villarejo, para llegar a Torrente solo le falta aventar un pedo con una revista, esnifar las bragas de una sexagenaria o preparar en la túrmix, con las sobras, una papilla para su padre discapacitado. En las sobras, al ir a accionar la batidora, Torrente reparaba en una colilla. Luego de una ligera duda se decidió por no sacarla. "Más sustancia", decía Villarejo, digo Torrente.

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