Blog | ¡Callarse, becerros!

Pocas Cabezas

LES CONTARÉ una historia, pero una historia real. Es un sábado, 20 de abril de hace mucho, mucho tiempo. Un niño nace en una pensión próxima a un río. Su madre tiene 29 años y antes de este alumbramiento ha perdido a tres hijos en un mismo año. Quizá por esto, por único y sobreviviente, su madre adora al recién nacido. Cuando trata de evitarle una regañina paterna, no tiene más que señalar con la mirada la pipa de su padre, que descansa sobre un mueble: el pequeño, inteligente, cesa en su hiperactividad y se aquieta.

A los cinco años sabe leer y escribir correctamente, quizá porque su padre, funcionario, es un ferviente lector de periódicos y libros, un infatigable comentarista de cuanto sucede en su país y en el mundo. El pequeño escucha con atención, retiene rápido y precozmente aprende a analizarlo todo. Rodeado de un entorno idílico de campo y río, su infancia se desenvuelve felizmente.

En todas las asignaturas obtiene dieces. Canta en el coro infantil —y lo hace bien— y a veces comenta, muy serio, que le gustaría ordenarse sacerdote. Sus compañeros de clase dicen que su juego predilecto es formar dos bandos para jugar a los soldados. Cuando se enfada, el niño es obstinado e intransigente.


"Se convierte en pintor en una suerte de escapismo. Las reglas le repelen a no ser que sea él quien las dicte y las imponga"


El retrato que de él hacen sus profesores es el siguiente: muy inteligente aunque individualista, algo díscolo, extremadamente porfiado y con un punto de irascibilidad que a veces incluso les sorprende a ellos mismos. Destacan, especialmente, tres cualidades del niño: habla muy bien, dibuja extraordinariamente y es un excepcional gimnasta, de una elasticidad a la que colabora su delgadez y moderado desarrollo físico.

Pero el niño enferma. Se le extraen las amígdalas y contrae el sarampión. Su aspecto es débil y enfermizo, empalidece y adelgaza e incluso se teme por su vida. Sin embargo, sale adelante y se convierte en un adolescente que conoce muy bien la historia, la filosofía y las mitologías griega y romana. Y la Biblia, sobre todo el Antiguo Testamento, pasajes del cual utilizará de modo metafórico en el futuro. En plena juventud es una personalidad reconocible por su imperturbabilidad —no exenta de ocasionales ataques de ira—, impaciencia y deseo de ampliar conocimientos, cualidades que asombran a profanos e incluso a expertos en materias que él ya domina.

De carácter selectivo, profundiza en lo que le atrae y relega lo que no le gusta. Su padre pretende que se haga funcionario como él y él rehúsa. Como reacción, a partir de este momento renegará de cualquier actividad sistematizada o sometida a horario. Enferma su madre y, generoso en el esfuerzo, limpia la casa, cuida de su hermana y hace la comida. Tiene 18 años cuando muere su madre y el médico que extiende el certificado de defunción afirma que en cuarenta años de profesión no ha visto a ningún familiar tan consternado por la muerte de un ser querido como a este joven.

Se convierte en pintor en una suerte de escapismo a la autoridad paterna. Las reglas le repelen salvo que sea él quien las dicte e imponga. Con 34 años se le acusa de escupir sobre una hostia consagrada y guardársela después en el bolsillo. Lo negará siempre. Se emborracha una única vez en toda su vida el día de sus calificaciones finales. Lo hace hasta tal extremo que en el punto álgido de la borrachera se limpia el culo con la cartulina de las notas.

Joven aun, ya aparenta mayor para su edad: frente ancha, nariz puntiaguda, barbilla prominente y una enigmática mirada. Antes de la prueba definitiva para seguir sus estudios superiores, gusta de la vida diletante, ociosa y tranquila. Es un gran observador. Toca la cítara, dibuja y pinta y siente una especial predilección por observar a sus familiares trabajar en las tareas agrícolas, en las que, sin embargo, jamás colabora: es como si las considerase una actividad pensada para seres inferiores.

Melómano hasta la médula, asiste asiduamente a la ópera, toma clases de piano, va al teatro, escribe poesías y delinea edificios, calles y puentes.

Por fin, se somete, impaciente pero confiado, a las pruebas para acceder a la Escuela General de Pintura de la Academia de Bellas Artes. Pasa la primera parte de las pruebas en la que se quedan en el camino 33 aspirantes. La segunda parte consiste en lo que se denomina "dibujo de prueba", con temáticas de libre elección. Presenta abundantes dibujos de una gran calidad técnica. En las actas donde constan las valoraciones de esa prueba puede leerse el siguiente juicio del examinador: "Insuficiente. Pocas cabezas". Las figuras que pinta son técnicamente irreprochables, pero semejan carecer de alma.

Para darse una idea del nivel de exigencia de la prueba, baste decir que uno de los suspendidos llega a ser Director de la Escuela de Maestría de Pintura y Rector de la Academia de Bellas Artes.

Nuestro personaje, totalmente hundido y disconforme consigo mismo, se refiere sin embargo a la injusticia de su suspenso con el siguiente comentario: "Sólo un genio puede comprender a otro genio".

Pierde a una sobrina y le afecta tanto como la muerte de su madre. En plena madurez, cuando se le ve acariciar a sus perros —y hasta besar sus cabezas— nadie podría decir de él que no es un ser humano sensible, tierno y cariñoso. Fin de la historia.

Un buen tipo ¿verdad? Al menos aparentemente. Sin embargo, fíjense, el simple acto de un tercero sobre él, tan banal como intrascendente, supuso para el mundo un cataclismo y varió trágicamente su destino. Porque de pintar un par de cabezas más, aquel aspirante se habría convertido en un inofensivo pintor profesional y el curso de las cosas hubiera sido otro.

Y es que el niño precoz, el joven talentoso, generoso y cariñoso con su familia y amante de los perros en su madurez era Hitler. Adolf Hitler. Conmueve pensar que una mínima flexibilidad del examinador hubiera evitado los sesenta millones de muertos de la 2ª Guerra Mundial.

Comentarios