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Por razones de higiene

NO TOCAR los huevos, decía el cartel del Supermercado. Ocurre que algunos llevan las razones de higiene al paroxismo, alarmados por el alarmismo de algunas cadenas que más que televisivas lo son del inodoro.

Una de las cosas más inteligentes que he leído en el Diario la escribió Daniel Vigo. El horarismo, enfermedad letal. Cumplir a rajatabla los horarios, atención prusiana al reloj; morirse poco a poco en una obsesión compulsiva y trastornadora. A veces, qué pena, sin necesitar tanta autoexigencia.

Confieso que padecí esa patología un tiempo. No es que no quisiese huir de ella, es que ni siquiera me lo planteaba. Así que sobre la seis y cuarto de la mañana, seis y media como máximo pero muchas veces a las seis en punto, José María el Tempranillo, o sea yo, saltaba de la cama dispuesto a comerse el mundo alardeando, encima, de su vocación para el madrugón. A las siete y veinte en el despacho.

Todo terminó un agotador día de trabajo culminado con un desmayo. Siguieron dos electros, de encéfalo y corazón. Diagnóstico: Estrés; tratamiento: Levante el pie del acelerador, subnormal. Y es que daba clases y atendía mi actividad privada sin descuidar un ápice a la entidad en la que aun trabajo. Era un imbécil y probablemente un niñato. Pero aquello me valió para relajar mis despertares y el resto de rutinas horarias. En un ramalazo de lucidez renuncié a dos actividades. Pero antes de continuar déjenme que les cuente mi estreno en el BUP.

Del Colegio de Salcedo, donde llevábamos cinco cursos de EGB y habíamos convertido a los profes en familia, saltamos al Bachillerato Unificado Polivalente, salto que se convirtió en un suicidio académico. El vacío entre el alto nivel de BUP y la laxitud de la Básica.

Así que recién aterrizado en el Sánchez Cantón tomé la que creo fue primera decisión trascendente de mi vida: Sestear a conciencia ese año. Básicamente: Frecuentar el bar Palacio con mi amigo Jose Carrera, meter monedas en la máquina de música para escuchar a Gianni Bella y esperar, pacientemente, la salida de las Calasancias, que traían mis hormonas completamente locas. Era 1976 y el BUP un ensayo que había comenzado un año antes. Por cierto, Gianni cantaba 'De amor no se muere', que es lo que parece pasar ahora, que solo morimos de corona...

Poca base en Salcedo, demasiada exigencia en el Sánchez o yo que había optado consciente y decididamente por la indolencia, el caso es que mi éxito fue rotundo: Un saco de cates y aprobado raspado en Gimnasia y Religión. La música engrosó la lista de suspensos, lo que acreditaba fehacientemente mi insondable burricie en la decisión de holgar sabáticamente.

Lo curioso del tema es que mis padres entendieron aquella ataraxia estudiantil con una deportividad que para sí quisiera José Mouriño, uno de los peores perdedores de la historia del fútbol. Quizá les tranquilizaba el que yo no dejaba de leer. Recuerdo una ocasión, enganchado en la lectura de la Regenta desde las diez de la noche, que escuché a mi padre marcharse al curro a las ocho de la mañana: Me había pasado la madrugada leyendo.

La consecuencia académica del suspenso era que el repetidor, y yo ya ostentaba tal laureada, era extrañado del paraíso diurno al purgatorio del nocturno, es decir, a una suerte de enseñanza dirigida a quienes, trabajando, querían culminar el bachillerato. Ríase usted de los superhéroes. Salían del chollo y a estudiar. Unos cracks.

Janeiro, Cores, Sindo Lago, Outeiriño, Eirín, Cordo, la relación es larga y de imposible recuerdo, pero por todos ellos siento ese cariño inexplicable que nace, como le nacía al bolchevique la flaqueza, de la bolsa de los huevos.

A las siete comenzaban las clases y concluían a las once menos veinte de la noche. Cómo añoro aquellos anocheceres setenteros. Cómo maduré al lado de aquellos lobos veteranos que te enseñaban, con su esfuerzo, que si algo ansías en la vida te lo tienes que currar.

Me gustó tanto ese tipo de enseñanza que hice primero, segundo y tercero de BUP con estupendas notas y, tras un paréntesis para la mili, veintidós meses, retomé el COU, que también superé sin mayor problema. Repito, tan a gusto con ese tipo de enseñanza semioficial que continué los estudios universitarios en la UNED.

Recuerdo, de esos cursos de BUP nocturno, a un chaval de ojos azules que tenía una motocicleta Puch, acaso una Puch de cincuenta centímetros cúbicos. Ese rapaz, cuya virtud era una discreción proverbial no exenta de cierta retranca perfectamente administrada, cargaba un poco de hombros y, en una pose muy habitual en él, sentado cruzaba sus manos, inclinado hacia delante mientras atendía las explicaciones de los docentes.

Desgarbado y de pierna larga, jugando a fútbol tenía una zancada portentosa y, sin ser un prodigio técnico, resultaba difícil pararlo cuando, de pascuas en flores, bajábamos al campo de balonmano y organizábamos algún partidillo casi en la oscuridad del Vergel.

Estoy hablando del año 77, 78, 79 y 80 cuando casi todo despertaba en aquella España post franquista, cuando cada paso de progreso requería un esfuerzo y un equilibrio dignos de encomio, algo que hoy parecen olvidar algunos y otros juzgan con inconmensurable ligereza y sin haberlo vivido. Pablo Iglesias, por ejemplo, que a lo mejor preferiría lo que había con el General Franco...

Yo creo que el chaval del que hablo ya trabajaba de aquella. Lo que a mí me resultaba curioso es que era, como yo, muy joven. Al acabar las clases cogía su moto y tras acelerar con la arrogancia con la que se abre gas a los dieciocho años se piraba rápido, como si tuviese prisa.

No éramos amigos íntimos pero tampoco enemigos, algo frecuente entre compañeros de aula. Hablo de esa incompatibilidad de caracteres tan propia de la primera juventud, de ese antagonismo natural e inexplicable que nadie sabe dónde ni por qué nace.

Le perdí pista durante muchos años al compañero. Muchos, hasta hace unos veinte.

Porque viviendo ya en La Parda, una vez regresado de mis cinco años en Príncipe Felipe y cuando cada mañana iba al trabajo, volví a ver a mi antiguo compañero de nocturno al inicio de Uxío Novoneira. Y continué viéndolo a diario a las siete de la mañana, horaristas ambos. Descargaba cajas de su furgoneta y las introducía en su negocio. El mejor producto fresco. El comestible de calidad. La fruta y la verdura selectas. Las delicatesen para el sibarita. "Buenas días, neno; buenos días amigo".

Y así siempre. Creo que, para ambos, ese saludo incorporaba el recuerdo callado del tiempo ido, del tiempo de imposible retorno. De aquella juventud volada de la que salimos convertidos en unos currantes.

Manolo Sobral, creo recordar que se llamaba mí compi, ha tenido que echar el candado a su frutería. El puto corona y un azar familiar. Lo leí aquí en el Diario. E intuí su tristeza porque supongo que no hay nada peor para un trabajador como él que no poder abrir su frutería.

Por supuesto la clientela fiel de Manolo, que era legión romana, volverá a comprar en el negocio. Porque el sentido común, contrariamente a lo que suele pensarse, existe.

O sea que véteme preparando, con la señora Costas, your wife, una cestita de ecológicos, Manolo. Para dentro de poco.

Pero también, por supuesto, abunda el imbécil titulado y el idiota profesional que, alarmado y pretendiendo la vida eterna, ha puesto pies en polvorosa colgando, con tal actitud, un sambenito injusto a un negocio modélico.

Yo integro la tropa de los que, inmediata la apertura del chiringo de Manolo, cuando las circunstancias sanitarias lo permitan, volverán a la carrera a sacarle de las manos su pepino (no, esta frase no); pongamos a sacarle sus puerros, sus manzanas y sus leches ecológicas de las manos, que queda mejor.

Porque su negocio lo valía. Pero sobre todo porque un trabajador como él no merece que Pontevedra le vuelva la espalda.

Manolo Sobral. Un currela hecho a sí mismo en aquellas tarde-noches compartidas del Sánchez Cantón. Aquel instituto en el que aprendimos, quizá por vez primera, que la vida iba en serio.

O sea que véteme preparando, con la señora Costas, your wife, una cestita de ecológicos, Manolo. Para dentro de poco.

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