Blog | ¡Callarse, becerros!

Veintiún mil

El Pontevedra se jugaba el descenso, el Celta el ascenso, y desde el Hay que Roelo no se veía aquí partido como ese
Recorte de Diario de Pontevedra de aquel partido. DP
photo_camera Recorte de Diario de Pontevedra de aquel partido. DP

DOMINGO y gris. No sé dónde carallo estaba usted, pero yo estaba la tarde del cuatro de enero del 81 en Pasarón y en la mili. En la mili yo era el Cabo Boubeta, porque allí se dirigían a ti por tu segundo apellido. O sea que el General Franco fue, seguramente a su pesar, un pionero del feminismo: anteponía la 'mater amatísima' que nos extrañara de su útero a la figura paterna, que daba tabaco. Yo era un recluta patoso porque, aunque a diferencia del de Kubrick era enteco como un tiralíneas, iba siempre con el paso cambiado.

Un día, en formación, un Teniente mandó firmes mientras yo permanecía con las piernas abiertas: "Boubeta ¿le pesan los cojones?". Ese fin de semana, arrestado por tamaña contravención postural concluí que era un desastre castrense irrecuperable para cualquier tipo de campaña militar. Amistaba torpeza en vez de marcialidad y mi cópula con la milicia concluyó en un divorcio amistoso el día que me entregaron aquella libretilla nívea que significaba la licencia, o sea la libertad.

De aquella presentaran a los ‘Ciudad de Pontevedra’ a Alfredo García Alén, que me cortó a mí una costilleta en Rodeiro en el 68 antes de unas excavaciones arqueológicas. Alfredo era decidido y como me vio empantanado cogió mi plato mientras hablaba a la concurrencia de vestigios y estratos; troceó la carne y, cuando estaba a punto de comérsela me miró, reparó en que era la mía y me la devolvió. Alfredo era tan impulsivo y ciclónico como tierno y humano; Alfredo era el carácter de aquella peña que un Landín definió como la Ínclita Generación y al que yo aprecié un poquitín más que a Filgueira, porque Filgueira era distante en sus afectos y si quieren un poco más selectivo. Filgueira intuía que yo no era de fiar porque percibía en mi algo transgresor, suavemente díscolo, seguramente un niñato de lengua fácil y despierta que cuestionaba su ‘auctoritas’…

Ese día el Celta hizo jugar a Capo, Lemos, Manolo, Gómez y Canosa en defensa; a Andrés, Ademir y Suárez en el centro del campo y en ataque a Culafic, Miguel Ángel y Mori. El Pontevedra puso en portería a Berto, al nécora Santos en el lateral derecho, a Bea, a Gabriel de libre y a José Luis de lateral izquierdo; a Pedro, a Mulloni, a Juan y a Sasiaín en el centro y en punta a Cabello y a José Emilio. No sé si Cabello era de ángel pero no debía ser Messi porque futbolísticamente nada recuerdo de él; en cambio, me resulta inolvidable José Emilio, porque yo había visto a Gento en la tele y si Gento era la Galerna del Cantábrico J. E. era un temporal atlántico de rapidez y regate. El cutis de J. E. era de un blanco cardiópata, pero como regateaba, el cabrón…

Describamos futbolísticamente a los contendientes. Capó era calvo, balear y agilísimo; a Lemos lo volvió loco José Emilio; de Manolo decían las malas lenguas que tenía diez o doce pisos en Vigo; también decían –y era cierto– que tenía harina en las dos rodillas en vez de meniscos; Gómez era el Beckenbauer del Fragoso y Canosa el más excelso lateral izquierdo ambidiestro que he visto; Andrés hacía la mili en Figueirido y estaba cedido por el Sporting de Gijón: pequeño, rápido y con gol; Ademir era un mediapunta brasileño extraordinario y Suárez la perla de la cantera celeste; Culafic, un yugoslavo ratonero, Miguel Ángel jugaba por la norma de los sub 20 y Mori, ay Mori: Mori era noctívago y festeiro, pero cuando tocaba el balón lo hacía de tal modo que te olvidabas de que el mundo entero era un problema.

El Nécora Santos era como el Benito del Real Madrid. El Nécora te tomaba la medida de la tibia y si lo ridiculizabas con algún gambeteo al siguiente te mandaba un viaje; Gabriel iba el sábado al cine Victoria cuando tocaba Pasarón el domingo, se conoce que el cine lo relajaba; José Luis venía del Pontevedrés y ese día no dejó tocar balón a Culafic. José Luis era mecánicamente simple: pulmones de caballo y corazón de toro, si quieren técnicamente infradotado, pero un prodigio físico; Pedro tenía dribling y regate y ahora tiene un quiosco; Juan jugara con el Celta en Primera y vino a retirarse al Pontevedra; el que tuvo retuvo, Juan supo cantarle una nana al partido para que el Pontevedra jugase a lo que le convenía, que era a defender el cero a cero ante el líder de la categoría; José Emilio estudiaba medicina, decía no saber nada de una oferta del Celta y corría la banda como Fuertes, pero al estilo Terra de Montes.

Y comenzó el partido. Y si ustedes recuerdan las torretas de iluminación del viejo Pasarón, cuatro en cada vértice, le resultará difícil concebir, encaramados a ellas, a un puñado de Tarzanes que no querían perderse el derbi, así fuese a costa de pasarse noventa minutos en postura incómoda y riesgosa. Pero amigo, era el Celta, el Pontevedra se jugaba el descenso, el Celta el ascenso y desde el Hay que Roelo no se veía por aquí partido como ese. De hecho, vigueses y pontevedreses compartieron rondalla de Atios, que hizo de telonera ante veintiún mil espectadores. Probablemente la entrada más numerosa de la historia aquí.

El único ausente fue el gol. Porque el Celta, superior, con más ocasiones y que ascendió ese año a segunda y al siguiente a primera, se estrelló contra un entramado defensivo que urdió el Arquitecto Sanjuán, el míster local. Consciente de la diferencia técnica secó a los ‘jugones’ vigueses. Cuenta la leyenda que Culafic rogó a José Luís en el descanso que lo dejara mear tranquilo. El resto, dos paradas a tiros de Suárez y Andrés, lo puso Berto. Porterazo. El Pontevedra se llevó un punto de oro, cinco millones de pesetas de taquilla y Eulogio Vázquez Pereira dijo al término del encuentro estar muy satisfecho. Home non…

El trencilla, que hizo un buen arbitraje, dio las gracias a la afición local y a los celestes desplazados por su cívico comportamiento. Y aquel seguidor gra nate (omitimos su nombre por sus nietos, gente de bien hoy) no necesitó hacer exhibición de su paraguas desde el fondo sur (Un día se lo lanzo al de negro y el paraguas quedó a veinte centímetros de él clavado en el césped como la pica del Cid). Ningún aficionado gritó al árbitro ‘que se case tu madre’, ‘vaite aos baños á Lanzada’ o ‘hijo de cabra’, elogios afectuosos con que la sufrida afición granate animaba a colegiados y linieres. Los aficionados de antes eran arrojados y bizarros pero de una nobleza incontestable, así fuese subidos a las torretas de iluminación.

No conozco a Lupe ni a su padre. Supongo que él tiene motivos para sentirse orgulloso de ella y no creo que a ella le falten para sentir lo mismo por él. Mujer trabajadora y gestora responsable, Lupe está aplicando en el club una estrategia de supervivencia y crecimiento razonable, por otro lado, la única posible. El otro día le gritaron desde un fondo niña de papá. Bien. Quiero decir, mal. Quien lo hace me parece a mí que saca irresponsablemente los pies del tiesto y juega con fuego. Porque a lo mejor se le inflan los ovarios a Doña Lupe y entonces a ver quién carallo se hace cargo de una empresa como el Pontevedra, histórica y entrañable pero que, admitámoslo, si algo no es económicamente es el Manchester United…