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"¡Viva Fidel!" (O Pulpeiro)

CUANDO FIDEL se embarcó en el Granma para revolucionar Cuba era como el Comodoro Chanquete que amenazaba con un verano azul de verde oliva. Luego mandó al caldero veintidós años a Huber Matos y llegó un invierno largo que repartía razonablemente la pobreza. En las entrevistas llamaban a Fidel doctor. Fidel contestaba breve y erraba en el diagnóstico de la enfermedad cubana. Solo los rayos equis soviéticos sanaron el racionamiento. Fidel, aconsejado por el Che, comenzó la revolución matando a los mayorales de las plantaciones, que eran a quienes más odiaban los campesinos, granjeándose así un amplio apoyo popular. Con Batista Cuba era la Moureira de Estados Unidos. Con Fidel, amplió su jurisdicción a Europa. En la Moureira teníamos a Maruja la Revienta nabos y en Cuba a Nayibe. La diferencia era que Maruja te animaba al coito berreándote "dalle meu filliño que non rompe" mientras Nayibe, más sensual, apenas te musitaba "que gosadera, papito". Fue cuando el poeta homosexual, Reinaldo Arenas, supo antes que anocheciera que si se despistaba lo matarileaban como a Lorca. Cuenta Gibson que Trescastro dijo con orgullo cínico en el Bar Pasaje, la mañana inmediata a la muerte de Federico "hoy hemos matado al poeta de la cabeza gorda, a García Lorca. Yo le metí dos tiros en el culo por maricón". El régimen de Fidel detestaba a los homosexuales, cosa que a nuestra progresía le resulta irrelevante. Fidel fue también un pródigo inseminador, un follador impenitente que dejaba una huella imperecedera en sus ex. Cuenta Skierka que una ex, Marita Lorenz, en connivencia con los capos Giancana y Santo Trafficante-imposible mejor nombre para un mafioso- fue a La Habana a matarlo con una toxina botulí- nica de abadejo, que apenas deja pistas. Antes le enseñaron la foto de un feto que le habían extraído diciéndole "esto es por culpa de Fidel". Marita tenía las llaves del ático del Hotel Habana Libre y allí se vieron, pero se echó atrás y tiró la toxina por el váter. Cuando volvió a la habitación, Fidel le dijo tranquilamente "has venido a matarme". Le dio su pistola: "hazlo". Marita, incapaz, contó a los periodistas que era imposible engañar a Fidel, que agrandó su leyenda. Luego Fidel intentó convencerla de que la gusanera, Miami, era la parte más repugnante del imperialismo yanqui. Algo así como el ojo del culo de Estados Unidos. Y la dejó irse en vez de fusilarla, que era un deporte -fusilar- que Fidel practicaba asiduamente para mantener en forma a la revolución. Con Fidel, Cuba nunca dejó de ser lo que Gutiérrez Alea y Tabío contaban en Guantanamera, o sea un Estado capaz de peregrinar en camión de Guantánamo a la Habana con un cadáver en un ataúd para ahorrar costes al Estado, un Blablacar funerario en el que siempre faltaba un sello, un registro, un visto bueno. Mientras, el fiambre enmohecía. Tampoco hay que rasgarse las vestiduras. Paquiño Franco andaba con el brazo incorrupto de Santa Teresa al hombro y hasta dicen que le ponía un gorro de dormir y le daba un beso de buenas noches: "que descanses, churri". No consta contestación del brazo. La revolución vendió un mensaje de autoayuda: nos faltan cosas, pero tenemos dignidad. Ocurrió que los cubanos repararon en que la dignidad decoraba mucho pero no alimentaba, y era mejor esconderla en las noches espumosas del Malecón, donde jineteras y chaperos ofertaban sus servicios lowcost a un turismo sexual cachondo de calor tropical y mojitos. Los partidarios de Fidel dicen que sanidad y educación eran bárbaras en Cuba. Quizá confunden educación con escolarización, porque al colegio si los llevó a todos Fidel, pero educarlos me parece a mí que los educó como Paquiña la Culona (Queipo dixit) a nosotros, que nos impartió Formación del Espíritu Nacional en vez de historia. En cuanto a la sanidad, tenía yo un amigo que, cuando enfermaba, su padre lo llevaba a los mejores médicos. Una vez sano, era tal la disciplina de horarios que cuando el chaval se la saltaba recibía unas tundas morrocotudas. Aquella mala bestia hacía compatible cuidar la salud de su hijo con forrarlo a hostias, más o menos como Fidel con los cubanos. Mientras Fidel hacía en Cuba la revolución de la escasez, aquí, en Pontevedra -más prácticos- otro Fidel, O Pulpeiro, encabezaba la revolución de los tentáculos. Y empezaba a cocinar a la vista y en pota de cobre un pulpo que nunca fue polvo porque lo del polvo fue un lusismo del nacionalismo. De haberle dicho a Agustín, el del Cortello, que me pusiese una tapa de polvo, estoy por jurar que me hubiese sacado a hostias de la taberna. O sea que aquí no pasamos hambre porque nuestro lema era otro: "¡Pulpo o muerte. Venceremos!". Y nos fue mejor. Qué bien comimos.

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