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El extra perpetuo

Las luces de alguna zona residencial centellean tras las cartográficas líneas de puntos que acompañan la pista de despegue. Allá atrás las luminiscencias se enroscan sobre sí mismas, como un premeditado verso libre.

El avión no tarda en despegar y la visión de Madrid se dilata a medida que tomamos altura. Un nuevo mosaico fulguroso se extiende cual interminable moqueta que se pierde tras la capa de contaminación.

Alcanzo a distinguir a los jugadores en un par de campos de fútbol e inmediatamente después llega el negro mar de la noche, todavía salpicado por un archipiélago luminiscente formado por urbanizaciones y polígonos industriales. Hileras de pequeñas porciones de queso marcan las rutas de un núcleo a otro, justo por delante de los faros de algún automóvil.

Es miércoles, un día como otro cualquiera para contemplar la ciudad con todos sus circuitos en funcionamiento. Millones de personas haciendo de todo, yendo al baño, haciendo la cena, comiendo, sudando, echando un polvo, conduciendo hacia alguna parte, caminando, esperando e incluso haciendo historia. Pero a través de la ventanilla del avión la visión es más parecida a la de un acuario de peces que abren y cierran la boca en silencio. Entonces pienso en que es más que probable que durante estos minutos en los que he dejado de tener los pies en la tierra haya alguien entre las luces de la capital del reino que esté culminando su tránsito de entrada o de salida en el mundo.

La vida transcurre de un modo predecible porque así estamos programados, subyugados a una necesidad de autodefinirnos como individuo frente a la de mantener nuestro tiempo en la misma hora que el resto de relojes del país o mantener actualizadas nuestras aplicaciones del móvil. De hecho, la existencia en sí suele ser una experiencia bastante agobiante, aunque no para todo el mundo.

En este sentido me viene a la cabeza un conocido de una peculiaridad extraordinaria que le hace pasar inadvertido en cualquier lugar o circunstancia que se le pueda presentar, como si no estuviera sujeto a ningún tipo de mecanismo psicológico, biológico o social; debe de ser de software libre. Él viaja mucho y aparece continuamente en los telediarios, es prácticamente un extra. Aunque hay que esforzarse mucho para localizarlo en la imagen. Su capacidad de mímesis es más que camaleónica y su aportación a la escena siempre es tan intrascendente como el alumbramiento o la muerte vista desde 20.000 metros de altura. Allá donde vaya se desliza grácil como una sombra, sea cual sea el terreno. Hasta podría estar sentado en el asiento de al lado del avión y ni me daría ni cuenta.

Cada uno de enero, si uno se fija bien, se le puede ver en uno de los balcones de la Musikverein de Viena, durante el Concierto de Año Nuevo o de asistente en la entrega de premios de los Príncipe de Asturias; y en el verano suele estar en alguna playa del litoral mediterráneo, tomando el sol. De vez en cuando se le puede ver caminando por las calles de Kabul, con una de esas túnicas color crema y cuello cerrado, o en medio de una protesta en El Cairo. La última vez que lo vi fue en un vídeo de las colas de la apertura del Primarkt de Gran Vía.

 La última vez que lo vi fue en un vídeo de las colas de la apertura del Primarkt de Gran Vía

Pero él –cuyo nombre es de lo más irrelevante– no solo aparece a unos metros del foco de la noticia, también es una estrella del Street View, donde acostumbra a dejarse ver subiendo o bajando una cuesta, caminando sin prisa, de acá para allá, con un aire meditabundo.

Esté donde se esté todo parece resultar tremendamente familiar para él. Incluso en los días de niebla espesa, si se tiene la paciencia necesaria para mantener la vista fija en el punto más opaco del cercano horizonte, se puede intuir la estela de su figura pasando de largo.

No es una persona esquiva, de hecho suele pararse a charlar con cualquiera, aunque su conversación sea pasajera y concisa. Siempre evita ahondar sobre cualquier tema, pero sí responde a todos los idiomas. Por otra parte, no creo que este don de lenguas consista en un conocimiento absoluto de todos los códigos lingüísticos en uso, más bien apostaría por que tiene más que ver con sus amplias aptitudes de adaptación. Como figurante, no hay nadie mejor preparado.

Hace solo un par de semanas fue visto en Santiago de Compostela, en la antesala de un acto express en el Pazo Raxoi, en el que el rey Felipe VI fue nombrado Embajador de Honor del Camino. Por lo conciso del evento, el acto no fue promocionado en exceso y el Obradoiro presentaba un aspecto perfectamente cotidiano. Afuera solo estaban para recibirle un fotógrafo sin acreditación, una excursión de peregrinos y un par de yanquis que se preguntaban quién podría ser ese hombre tan escoltado.

He is the king of Spain, les explicó el fotógrafo, y los yanquis exclamaron un espontáneo Majestad! más o menos en el momento que el monarca cruzaba la puerta del Consistorio. Sin embargo, la llamada de los americanos tuvo respuesta. Un hombre se detuvo a su lado y se les quedó mirando con una expresión de cordial asombro para inmediatamente espetarles un “Oh. ¡Me has reconocido!”. No dijo más, se desentendió de comenzar cualquier conversación al comprobar que aquel par de peregrinos no se dirigían a él y se limitó a seguir su camino hacia la rúa das Hortas.

El fotógrafo es amigo mío, y cuando me enseñó las fotos que había sacado desde fuera del edificio encontramos una en la que se reconocía perfectamente a nuestro conocido, el eterno extra e intrascendente figurante de los Príncipe de Asturias.

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