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La derrota del lunes

El ser humano es un criatura extraordinaria. Su ambición e ingenio le han permitido enfrentarse a retos imposibles  y hacer de sus limitaciones nuevos desafíos que vencer. De ahí que anhelos tan mundanos como alcanzar la vida eterna, estar en varios lugares a la vez o volar como un pájaro hayan pasado a ser ensoñaciones cada vez más reales gracias a la medicina, las telecomunicaciones o la aeronáutica.

En los últimos cien años la ciencia ha consumado logros antes inimaginables. Sin embargo, hay un motivo de desagrado que perturba a la humanidad desde el mismo momento en el que ésta comenzó a contar sus días, una piedra en el talón que nos irrita a cada semana que pasa desde hace miles de años. Por supuesto, me refiero al lunes.

Resulta imposible adivinar la razón por la que hemos decidido mirar hacia otro lado en lugar de afrontar el problema y dudo mucho que ninguna universidad o centro de investigación tenga algún proyecto en curso para acabar con la constante aflicción de cada triste alma que en los últimos seis mil años haya pasado por este mundo, un martirio que llega con el colegio y no cesa hasta la jubilación.

La solución para erradicar el lunes es un asunto absolutamente desprovisto de desarrollo. Si Christiaan Barnard fue el primero en oficiar un trasplante de corazón, Graham Bell el inventor del teléfono y Charles Lindberg el primero en cruzar el Atlántico a bordo de un avión monoplaza, creo que sería justo decir que quien hasta el momento ha marcado un hito en esto de acabar con el primero de los siete días ha sido Bob Geldof, de The Boomtown Rats, quien al menos planteó el problema con su I don't like Mondays, canción que escribió en cuanto conoció la noticia de que Brenda Ann Spencer, una chica de 16 años, mató con el rifle que le había regalado su padre al director y conserje de un colegio en San Diego, hiriendo además a varios niños. Tras ser detenida, la chica no dio más explicaciones por sus actos que la de que no le gustaban los lunes.

La mayor parte de los chicos que les da por presentarse en su centro de estudios para acabar con sus vejadores escogen los lunes para su particular día de terror

En este punto cabe destacar que la mayor parte de los chicos que les da por presentarse en su centro de estudios para acabar con sus vejadores, o ya de paso con todo quisqui, escogen los lunes para su particular día de terror. Y no es de extrañar. El lunes es la expulsión del paraíso, una rampa resbaladiza que nos lleva de nuevo a la pocilga de la realidad en la que debemos enfrentarnos de nuevo a nuestros marrones, el punto del desierto más alejado del oasis del sábado, una maldición de derrota de la que es imposible desprenderse.

El único que reaccionó ante esta desolación fue el emperador romano Constantino I, en el siglo IV. La Historia dice que fue parte de su abrazo al cristianismo, pero la verdadera razón es que él también se dio cuenta del problema. Entonces en Roma el domingo era el primer día de la semana y el lunes el segundo. Harto del domingo, lo desplazó a último día de los siete y lo declaró de descanso. Se debió quedar satisfecho con eso. Pero llámenle domingo, o llámenle lunes, diecisiete siglos después, seguimos en las mismas.

En mi opinión la solución pasa por sustituir la semana de siete días y dejarla en tres, pasar de cinco días laborales y dos de descanso a dos y uno. Con esto los días laborales estarían salteados y no existiría ese abatimiento interminable hasta la llegada del viernes por la tarde y se trabajarían cuatro días de cada seis en lugar de cinco de cada siete, lo cual no afectaría mucho a la producción, por lo menos a España, que hoy por hoy los viernes funciona a medio gas.

El primer día pasaría a ser la del jueves, para ver luz al final del tunel. Después iría el viernes, que como ahora, marcaría la víspera del periodo de holgazanería. Y por último, también se aboliría el sábado, el domingo y el martes, así la semana terminaría el miércoles. Es decir, acabaría estrenando ya la semana próxima, con el fin de evitar el bajón del domingo por la noche y cambiar el resoplido de “mañana es lunes otra vez” por un esperanzador “mañana ya es jueves”.

Nos iría bien. Los años tendrían así 121 semanas y los solsticios de invierno y verano dispondrían de sus propias fechas fuera de semana para completar los 365 días, de modo que todos los años empezarían en jueves y terminarían en miércoles –excepto bisiestos.

Atrevámonos, no hay nada que temer. Ya de paso, creo que deberíamos prolongar el verano y el invierno y crear una nueva estación que la separe. Aceptemos de una vez los nuevos tiempos y la realidad del cambio climático y dejemos que la primavera y el otoño queden relegadas a meras metáforas de la inocencia y la melancolía.

Revestir las vueltas que da la tierra alrededor del sol en cuatro estaciones y periodos de siete días ha quedado caduco, “ser leal a los harapos es una lealtad sin razón” que decía Mark Twain en Un yanki en la corte del Rey Arturo, aunque, claro, se refería a las instituciones respecto a la patria.  No tengan miedo a los cambios y dejen morir el lunes. Superen de una vez el trauma post-electoral.

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