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Nuestras calaveras favoritas

MI QUERIDA esposa y yo tenemos en casa una calavera que es sensacional para romper el hielo cuando alguien viene de visita. A todos les gusta hacerse fotos con ella, ponerle gafas de sol o meterle los dedos en cualquiera de sus orificios, no sé qué haríamos sin ella.

En realidad solo es una pieza de arcilla pintada con colores vivos, un souvenir de México. No resulta tan ilustrativa como la versión de hueso, la humana, pero luce mucho más.

Como cualquier otro hogar, el nuestro está lleno de calaveras. Por una parte están las que llevamos sobre nuestros hombros y las que nuestros amigos puedan traer sobre los suyos. A estas solemos ofrecerles algo de beber, cortarles algo de queso y, si se tuerce, hasta ponerles música, todo por la satisfacción de verlas batiendo sus mandíbulas entre que mastican, ríen y nos cuentan cosas, una atención que no damos a la otra parte de la población craneal, la que de noche duerme con nosotros en casa –lo cual sería pretender un servicio de aperitivos fuera de nuestro alcance– y por fortuna muestra una total indiferencia por el piscolabis.

Esto es porque el resto de cráneos con los que convivimos son solo reproducciones impresas repartidas entre portadas e interiores de libros, vinilos, CDs; el souvenir mexicano, un grabado colgado en la pared y algún otro grafismo que se me pueda escapar. Estimo que en total serán unas sesenta o setenta, tirando por lo bajo.

No es que sea algo que hayamos buscado, sólo es una imagen recurrente en cualquier cultura y cuyo significado mortuorio ha quedado relegado y reservado solo para determinados contextos. Las calaveras han alcanzado ya el estatus de corazoncitos, molan tanto que por sí solas ya no dicen nada. Tampoco veo razón por la que ir mucho más allá en ideas funestas, después de todo, la oferta de planes para después del óbito es extremadamente limitada.

Testamento, entierro o cremación. Después de eso no es que haya mucho más. Ser donante de órganos siempre tiene un punto, o incluso dejar el cuerpo a disposición de la ciencia, aunque esto es algo con lo que no hay que hacerse ilusiones. Según tengo entendido, que el esqueleto de uno sea el que acabe expuesto en alguna clase o museo de ciencias es complicadísimo. Incluso que los huesos terminen felizmente repartidos entre estudiantes de medicina no es cosa fácil. Es más, el que unos pipiolos con bata te hurguen en las recias entrañas antes de que la putrefacción las haga impracticables ya debe de ser como para darse con un canto en los dientes.

De todos modos, los proyectos post-mortem suelen centrarse en el funeral. En Puerto Rico, por ejemplo, se ha extendido la moda de embalsamar a los difuntos tal y como quisieran ser recordados, montados en moto, disfrazados de superhéroe o como púgiles en un cuadrilátero; en algunas regiones de China el último adiós incluye una fiesta con stripper; y hace unos años un hombre aprovechó el funeral de su novia para casarse con ella en Tailandia.

En Galicia la excentricismo no llega tan lejos, aunque hace poco se dio el caso de un mariñano que tuvo un funeral tal y como lo había encargado para el deleite de sus familiares y amigos, con jamón, vino y dos gaiteiros y tocaran piezas “alegres”, un bonito detalle de despedida.

“En mi funeral quiero que suene” tal canción, aquí se veía reflejada la necesidad de cada individuo por expresarse con fanática imposición

Sin embargo no suelo estar de acuerdo con las programaciones musicales para este tipo de eventos. Hubo una época, allá entre los 90 y los primeros años 2000, en los que la frase “en mi funeral quiero que suene” tal canción, aquí se veía reflejada la necesidad de cada individuo por expresarse con fanática imposición, un resquemor que gracias a Youtube y Facebook podemos calmar ya en vida, al permitirnos colgar y ver videoclips en nuestros muros, de modo que poco a poco vamos muriendo por dentro y por fuera respectivamente. No somos conscientes, pero esto en realidad nos ha ahorrado muchas situaciones bochornosas, porque conozco a alguno que como se le ocurriera seguir adoctrinándonos musicalmente, aún desde el otro lado, se arriesgaría suscitar la exasperación colectiva que nos llevase a la espontánea profanación de sus restos, pública y a varias manos, durante la ceremonia.

Claro que en todo hay excepciones. Tengo un amigo que hizo un testamento en el que concretaba que durante su funeral debía sonar una lista de canciones que culminaba con el Don´t stop me now, de Queen. En el punto siguiente del documento señalaba que si de esta manera alcanzaba la resurrección el reparto de sus pertenencias quedaría anulado. En caso contrario, y tras probar en su cuerpo cualquier técnica experimental de resurrección que pudiese existir, si no quedaba más remedio que incinerarlo, solicitaba que sus cenizas fuesen esparcidas, parte sobre la parroquia del Carmen de Mondoñedo y parte sobre la casi colindante localidad de Kyleakin, en la escocesa isla de Skye, –mar, Gran Bretaña, y otra vez mar por medio–. Bravo por él. No perder la esperanza de llegar por separar por el occipucio del cojincillo de la funeraria por medios propios siempre es un pensamiento admirable, aunque mucho me temo que esta lista de últimas voluntades ya ha sido sustituida por otra más formal.

En todo caso, pensar en qué será de nosotros cuando hayamos muerto es un esfuerzo estéril por definición. Mi recomendación es que se limiten a dejarlo todo bien atado y no malgasten ni un segundo en cavilar de qué manera quedará su poso en la memoria de los demás y sigan agitando cuanto puedan sus mandíbulas, que es como nos gusta recordar a nuestras calaveras favoritas.

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