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Pontevedra-Marín en 8 mm

En el tramo de la carretera que une Pontevedra con Marín,inmediatamente después de pasar la planta de Ence, hay una pasarela flotante para peatones hecha con tablas y flanqueada por dos vallas, también de madera, de manera que a un lado se encuentra inmediatamente la ría y al otro el asfalto.

En este punto, si se circula en coche dirección Marín, sobre todo en verano, se puede contemplar cómo el paisaje transcurre tras las hileras de travesaños y cobra cierto efecto espectro. El sol se refleja sobre el agua a través de una inconstante neblina, como si lo que corriera entre las piezas de madera más que aire fuesen fotogramas en 8 milímetros, que traslucen la realidad con ese oscilante fulgor que evoca los recuerdos de al menos media vida de antigüedad.

A los bagajes más vetustos de la memoria solemos otorgarles una magnificiencia de resplandor dorado, como si fueran tesoros perdidos que imploran frases tan derrotistas como “todo tiempo pasado fue mejor”. Y es que a la nostalgia le gusta llegar con los colores comidos. Menos mal que todavía permanecen a buen recaudo, olvidadas en algún cajón, esas instantáneas reveladas, no impresas, que nos permiten comprobar sin remilgos cómo realmente fueron aquellos veranos de gloria.

Esas fotografías de carrete mantienen indelebles detalles que nuestras mentes ávidas de lucidez tienden a obviar. Allí se encuentran el retrato de cada cual, cruelmente rejuvenecido, asediado por pequeñas alusiones a modas más que desfasadas, pluscuanperfectas.

Un calcetín blanco puede asomarse por el tobillo menos pensado; los pantalones pueden resultar demasiado holgados, ajustados, caídos, o ridículamente subidos, pero nunca en su punto. Los cortes de pelo se vuelven monstruos submarinos obcecados en la densidad capilar, esculpidos en gomina o en forma de bacenilla, toda una galería de despropósitos de las que hacen sonreír a los calvos. Aunque no todos los horrores son tendencias pasajeras, también estaba la rienda suelta de la mala praxis, como el abuso del flash y las consiguientes caras pálidas y ojos enrojecidos que esperan sin pestañear el cegador destello delante de paredes blancas y reblanqueadas hasta la grima; o descuidos como la calavérica silueta en primer plano del humo del cigarro del fotógrafo.

No obstante, tampoco hay que exagerar. No todo era malo, ni mucho menos. Había algo en las cámaras de carrete que despertaba el espíritu voyeur. Creo que la culpa de esto era precisamente de la acotación de oportunidades que la película marca en tan solo 36 o 24 disparos. La contención que empujaba a reservar lo de sacar fotos sólo para “momentos especiales”. Pero esos momentos especiales no llegaban, o, cuando llegaban uno no llevaba la máquina consigo, ya que, a diferencia de los móviles, cuando alguien sale de casa se pregunta si no será mejor no llevar la cámara.

Para terminar con el suplicio, se acaba llevando la máquina a una reunión familar o de amigos con el fin sacar un montón de fotos de una tacada –unas diez o así– y acabar la película

Esto acababa desembocando en que el carrete se hiciera de rogar para llegar a su fin y en la consecuente ansiedad por revelar de una vez las fotos sacadas hace meses. Así que, para terminar con el suplicio, se acaba llevando la máquina a una reunión familar o de amigos con el fin sacar un montón de fotos de una tacada –unas diez o así– y acabar la película. Eso sí, por mucho que hubiese que gastar las fotos, no dejaba de ser un pecado desaprovecharlas. Apuntarse a sí mismo con el objetivo para un posado unipersonal era considerado un desperdicio de una bajeza tan cretina que ni se planteaba. Para eso antes no había fotos para todos y había que compartir el plano, cuantos más mejor, aunque hubiera personas que no interesasen tanto o que ni siquiera estuviesen mirando al objetivo. Al fin y al cabo, las tarifas las marcan el número de fotos, no la cantidad de personas que salen en ellas. Algo así como compartir taxi.

Casi todos aquellos reportajes veraniegos eran indiscutiblemente amateur, como lo seguirían siendo hoy en día si no dispusiéramos de medios que camuflaran nuestra ignorancia sobre la materia, pero su valor radica en el hecho de haber recogido un montón de material capaz de recuperar lo volátil y que, sin embargo, hoy habría sido considerado sobrante: una mirada de complicidad entre figurantes, un niño enfurruñado, el ridículo objeto olvidado que desencadenó una situación sobredimensionada, pequeños detalles que han sido sustituidos en gran medida por exagerados posados y muecas susceptibles a someterse al dorado efecto alucinógeno de un filtro vintage tipo Instagram. Todo por un afán faraónico por verse mitificado al instante y cada poco, además de un holocausto contra lo no fotogénico y un atentado contra la memoria del mañana.

Una vez más paso por delante de la pasarela que hay entre Pontevedra y Marín y contemplo el efecto pase de película en 8 milímetros por el que se puede ver la illa de Tambo tras el sol reflejado en la ría. Tomo un aire trascendente para sentir el chute de falsa sensación de nostalgia sin tener en realidad un solo recuerdo de aquel lugar.

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